Los caballeros de la ley
Un juez debe ser un caballero. Y si sabe derecho, mejor”. Así reza un viejo dicho inglés que, con algunas variantes –por ejemplo Alberdi decía “una persona de bien”–, se ha reproducido bastante en la literatura jurídica. Una de esas verdades que nadie se atreve a discutir, pero que desafortunadamente ha sido desterrada de las prácticas de selección de jueces en países como el nuestro.
El mérito de esa afirmación, tan sencilla como categórica, es la de destacar que en un juez son mucho más importantes las virtudes éticas que los conocimientos técnicos. De un ingeniero sólo nos importa que sepa calcular bien, pero para el buen ejercicio de la función judicial se necesita mucho más que una medalla de oro en la facultad de derecho.
La necesidad en que se encuentra nuestra sociedad de volver a creer en su sistema de justicia, hoy desprestigiado hasta niveles escandalosos, exige una muy profunda revisión de los criterios con los cuales se elige a los jueces, mucho antes de discutir mecanismos de elección. Muy especialmente debe ponerse en cuestión la idea de que un conjunto de evaluaciones sobre las capacidades técnicas sean el núcleo relevante de la selección.
Los jueces, mucho más que los políticos, son las figuras fundamentales en las que descansa la posibilidad de existencia de un Estado de derecho. Verdad de Perogrullo, son los que tienen la responsabilidad de hacer que las leyes sean el nervio vivo de una sociedad bien ordenada y no un montón de letras escritas en el agua.
Cumplir adecuadamente con esa función no parece requerir de grandes atributos éticos cuando se trata de imponérsela a ciudadanos indefensos frente al poder absoluto del Estado. Pero el carácter de un juez, sus virtudes personales, adquieren una importancia casi excluyente cuando se trata de imponer la ley al poder político, sea en la forma de someterlo a la Constitución o al código penal. Mal que les pese a quienes pretenden que el derecho es poco menos que una ciencia oculta, inaccesible a los pobres mortales, ni una Constitución ni un código penal son textos tan difíciles de entender, salvo en los márgenes y en los famosos “casos difíciles” con los que gusta entretenerse el virtuosismo jurídico. La eficacia del derecho depende mucho menos del conocimiento del derecho que de la voluntad inquebrantable de aplicarlo. Un juez, ante todo, debe ser un caballero de la ley.
Las ideas de “caballero” u “hombre de bien” suenan como piezas de museo en una sociedad acostumbrada a vivir en los márgenes de la ley y la ética, pero sintetizan perfectamente el grupo de virtudes fundamentales que deben reunir los jueces.
En primer lugar un juez debe ser alguien decente. En parte porque es casi la única garantía contra la venalidad, pero sobre todo porque si tiene algo que ocultar, de su vida pública o privada, se convierte en un dócil rehén de quien posea la información. La “carpeta” de un juez, que tan primorosamente arman los políticos para el chantaje, debe tener todas sus páginas en blanco.
Luego debe ser independiente. Pero se suele malinterpretar el concepto de independencia cuando se lo asimila a la obligación de los otros poderes de no intervenir. La independencia es la capacidad personal del juez de sobreponerse a esas presiones, por un lado, pero también la de que sus decisiones sean independientes de sus propias creencias, prejuicios, valoraciones, ideología e incluso de la opinión pública. Se vincula íntimamente con la imparcialidad, y en conjunto suponen la condición necesaria para que pueda confiarse en que no haya habido otro móvil en la decisión judicial que no sea la mejor interpretación posible de la ley.
Finalmente, debe tener la virtud de la valentía. Enfrentarse al poder y cumplir con su deber somete a los jueces a toda clase de amenazas, represalias y riesgos que van desde la posibilidad de perder el cargo hasta arriesgar su vida. Sin jueces con coraje, la justicia sólo puede envalentonarse con los débiles.
Como se ve, se trata de la posesión de virtudes que se templan en la vida entera y no se enseñan ni se aprenden en ninguna facultad de derecho. Son virtudes privadas, propias de toda buena persona, pero que en el caso de los jueces requieren una firmeza y disposición mayor que en el hombre común. Sin ellas, el juez no es más que un empleado público calificado, lleno de privilegios injustificables.
Suele escucharse decir que los jueces no son superhombres, lo que suena mucho a una especie de autoindulgencia de los mediocres que gustan de relativizar las virtudes ajenas para disimular las mezquindades propias. Pero aun aceptando que ese arquetipo de héroe pertenezca sólo a la literatura, el imperio de la justicia exige, más allá de códigos, leyes y sistemas de ingeniería institucional, que los cargos judiciales sean ocupados por lo más parecido a superhombres de que pueda disponer una sociedad.
Los jueces, más que los políticos, son las figuras fundamentales en las que descansa la posibilidad de existencia de un Estado de derecho.
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- Los jueces, más que los políticos, son las figuras fundamentales en las que descansa la posibilidad de existencia de un Estado de derecho.
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