Los costos de la terquedad

Por razones que tienen más que ver con la imagen que con el apego a una ideología determinada, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner siempre ha sido reacio a brindar la impresión de estar dispuesta a cambiar de “rumbo”. Aunque a partir de la derrota dolorosa que sufrieron los candidatos oficialistas en las primarias de agosto parece haber entendido que le convendría intentarlo, los problemas provocados por largos años de terquedad insensata son tan graves que no le será del todo fácil atenuarlos. Si bien distintos voceros kirchneristas se han sentido obligados a reconocer que sería absurdo y políticamente contraproducente seguir minimizando los estragos causados por la inflación, como si sólo se tratara de un fenómeno mediático, no hay señales de que el gobierno se haya resuelto a hacer un esfuerzo auténtico por frenarla. Es comprensible: en diversas oportunidades, Cristina nos ha asegurado que nunca se le ocurriría ordenar un ajuste, pero, por desgracia, sucede que hasta ahora nadie ha encontrado una forma indolora de combatir el mal. La alternativa preferida por el gobierno consistiría en convivir con una tasa anual de inflación que ya supera el 25% y que se encamina a romper “la barrera” del 30%. Parecería que a juicio de la presidenta los costos políticos de un eventual ajuste, que tendría que ser draconiano, serían aún mayores que los supuestos por los aumentos constantes de los precios de los bienes y servicios de la canasta familiar. En base a la misma lógica, el gobierno se ha resistido a modificar la política energética a pesar de que, según virtualmente todos los especialistas, será imposible mantenerla por mucho tiempo más. Es lo que acaban de advertirnos los participantes de un seminario organizado por la Asociación Argentina de Presupuesto y Administración Financiera Pública. En su opinión, los subsidios, que calificaron de una “gran tarifa social insostenible”, pronto dejarán de ser viables debido a la suba rápida de los costos de importar combustibles y a la propensión de tales gastos a aumentar por razones políticas. Se estima que se incrementaron el 63% en la primera mitad del año corriente y, con toda seguridad, seguirán costando cada vez más en los meses próximos. De acuerdo común, será necesario desmantelar de manera “ordenada” el sistema extraordinariamente complicado de subsidios que ha improvisado el gobierno en el transcurso de la década ganada porque, caso contrario, se produciría un estallido social de grandes proporciones al aumentar de golpe el costo de vida. Están en lo cierto quienes piensan así, pero aun cuando el gobierno kirchnerista optara por abandonar el esquema vigente, el que sencillamente no cuente con la capacidad administrativa necesaria para hacerlo de forma prolija le impediría salir indemne del pozo en que, cegado por su propio voluntarismo, se ha precipitado. Los subsidios adquirieron su magnitud alarmante actual no sólo porque el gobierno quería estimular el consumo de miembros de la clase media urbana, sino también porque decidieron dar a los empresarios del sector energético un lugar privilegiado en su lista de enemigos del pueblo, con el resultado previsible de que la producción de gas y petróleo se redujo mucho justo cuando, merced al crecimiento a “tasas chinas”, se intensificaba la demanda. A la larga, la única solución posible consistiría en aumentar la producción. Por fortuna, el país posee reservas abundantes de gas y petróleo, pero no podrá aprovecharlas hasta que reciba inversiones gigantescas que no vendrán en cantidades suficientes mientras los kirchneristas estén en el poder, ya que se las han arreglado para convencer a demasiados empresarios, tanto locales como foráneos, de que son contrarios por principio a la seguridad jurídica, concepto éste que, según el viceministro de economía, Axel Kicillof, es “horrible”, exabrupto que habrá privado al país de muchas inversiones importantes. Asimismo, nadie ignora que la toma triunfalista por el gobierno de Cristina de las acciones de Repsol en YPF contribuyó a asustar a tantos “socios estratégicos” en potencia que, la petrolera estadounidense Chevron aparte, hasta ahora ninguno se ha dejado tentar por las posibilidades planteadas por Vaca Muerta, uno de los depósitos de gas no convencional más promisorios del planeta.


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