Los límites del feminismo

Según lo veo

Como nos recordaron aquellas manifestaciones multitudinarias del Día Internacional de la Mujer que se celebraron no sólo aquí sino también en docenas de otros países, en el plano de las ideas la rebelión feminista contra el patriarcado machista se ha visto coronada por el éxito. A esta altura, a pocos varones occidentales se les ocurriría oponerse por principio a la igualdad de género. Incluso señalar que hay ciertas diferencias congénitas entre los dos sexos tradicionales es más que suficiente como para motivar polémicas furibundas, ya que está consolidándose una nueva ortodoxia conforme a la cual las mujeres son capaces de emular o superar a los hombres en virtualmente todos los terrenos, aunque, hasta ahora por lo menos, ni siquiera los feministas más beligerantes han reclamado el fin de la discriminación sexual en las competencias deportivas.

Con todo, si bien parecería que está por culminar una revolución social sin precedentes en la historia – aunque Heródoto lo ubicaba en Escitia, el reino de las amazonas guerreras que sometían brutalmente a los varones perteneciente a la mitología griega–, no hay garantía alguna de que el “empoderamiento” de las mujeres que está en marcha resulte ser tan positivo como muchos suponen. La razón es sencilla: el orden previsto por los feministas militantes no sería viable. En los países occidentales, el avance arrollador del feminismo ha coincidido con una caída estrepitosa de la tasa de natalidad que, en toda Europa, está muy por debajo de la necesaria para que la población no se extinga.

Que éste sea el caso puede considerarse lógico. En todas partes, las mujeres bien instruidas y vigorosas propenden a tener menos hijos que las demás, sobre todo si se multiplican las oportunidades para que puedan intentar alcanzar metas ambiciosas, como en efecto sucede en aquellas sociedades en las que han sido derribadas las viejas barreras que, durante milenios, habían obligado a la mayoría a privilegiar los deberes maternales.

No se trata de un detalle menor. Si para respetar la igualdad de género tal y como la definen los feministas más combativos una sociedad tiene que resignarse al envejecimiento rápido seguido por la muerte, convendría pensar en alternativas menos luctuosas, las que, bien que mal, supondrían diferenciar el papel de la mujer por un lado y el del hombre por el otro. Por antipático que a muchos les parezca, para los preocupados por el futuro próximo de las sociedades modernas, las actitudes “sexistas” de generaciones anteriores eran más realistas que las que están de moda.

Los triunfos que está anotándose el feminismo no se deben sólo al consenso de que es claramente injusto que, en muchas esferas, las mujeres aún se vean en desventaja frente a los hombres, sino también a la evolución de la economía. Para muchas familias, el esquema según el cual los hombres se encargan de conseguir lo preciso para sobrevivir mientras que aquellas mujeres que no cumplen roles meramente decorativos quedan en casa preparando la comida y cuidando a una cantidad de hijos ha dejado de funcionar: sin el ingreso aportado por la esposa, su nivel de vida se desplomaría.

Asimismo, merced al progreso tecnológico, son cada vez más las ocupaciones aptas para mujeres y menos las que requieren cierta fortaleza física y que, con contadas excepciones, han sido reservadas para hombres. La desaparición de tales ocupaciones en el “cinturón oxidado” estadounidense ha tenido un impacto traumático que hace más comprensible la irrupción de Donald Trump. Podría argüirse, pues, que la revolución feminista es un epifenómeno del capitalismo tardío o, si se prefiere, del neoliberalismo, lo que, huelga decirlo, indignaría a quienes atribuyen su compromiso con la causa a su pasión por la justicia social y la indignación que les ocasiona el conservadurismo nostálgico que detectan en algunos rincones sociales.

En una época tan economicista como la nuestra, la conciencia de que los países más avanzados no están en condiciones de prescindir de la mano de obra femenina, aun cuando muchos entiendan que, a menos que lo hagan muy pronto, correrán peligro de desaparecer de la faz de la Tierra, víctimas de su propia resistencia a reproducirse, ha contribuido a las convulsiones políticas que están agitando Estados Unidos y Europa. Un tanto tardíamente, sectores muy amplios se han dado cuenta de que su forma de vida no podrá perpetuarse. Los más vehementes acusan a las “elites progresistas” que durante décadas han dominado el discurso público de haberlos engañado por motivos siniestros y de estar procurando solucionar los problemas demográficos que ellos mismos provocaron importando millones de personas desde el mundo subdesarrollado.

A su manera particular, comparten dicha postura los islamistas que, por cierto, no comulgan con los feministas occidentales pero que, así y todo, se ven apoyados por los ultras en la lucha contra el orden mundial existente. Lejos de tratar de ocultar lo que tienen en mente, los islamistas se jactan de no tener que preocuparse por las opiniones de los enemigos del patriarcado masculino, ya que en sus propios países las mujeres se ven constreñidas a desempeñar su papel tradicional y confían en que las ya afincadas en Europa continúen produciendo hijos a un ritmo adecuado para que, dentro de una generación o dos, los musulmanes constituyan una mayoría en países como Francia y Suecia, lo que les permitiría apoderarse de ellos por medios democráticos.

Puede que nada así ocurra, que andando el tiempo las grandes comunidades musulmanas en Europa expulsen a los predicadores fanáticos para adoptar el estilo de vida de los nativos por considerarlo mejor que el habitual en el Oriente Medio o el norte de África, pero lo más probable es que la relación se haga más conflictiva por momentos. Aunque a primera vista los occidentales cuentan con tantas ventajas que debería serles sumamente fácil superar el desafío planteado por el islam, desde un punto de vista darwiniano los musulmanes militantes llevan las de ganar ya que podrían sobrepasar en número a los infieles, lo que, siempre y cuando éstos sigan siendo democráticos, les aseguraría la supremacía permanente.

En Occidente, el avance del “empoderamiento” de la mujer coincide con una caída estrepitosa de la tasa de natalidad, muy por debajo de la necesaria para que la población no se extinga.

La conciencia de que los países avanzados no pueden prescindir de la mano de obra femenina, aun cuando –a menos que lo hagan pronto– desaparecerán, agita a EE. UU. y Europa.

Datos

En Occidente, el avance del “empoderamiento” de la mujer coincide con una caída estrepitosa de la tasa de natalidad, muy por debajo de la necesaria para que la población no se extinga.
La conciencia de que los países avanzados no pueden prescindir de la mano de obra femenina, aun cuando –a menos que lo hagan pronto– desaparecerán, agita a EE. UU. y Europa.

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