Los territorios que van y que vienen 31-01-04

Por Tomás Buch

Nuestra especie es una especie territorial, cualidad biológica que compartimos con numerosas otras especies de mamíferos, por ejemplo los zorros. El grupo 'marca' cierto territorio como propio, en el que declara la exclusividad del derecho de caza y de apareo. Esta marcación se hace de diferentes modos fácilmente entendidos por los «extranjeros»: por ejemplo, con señales olorosas. En nuestro caso, desde hace algunos siglos, la marcación se hace en forma simbólica, mediante «banderas». Ese territorio, después, se defiende contra los integrantes de otros grupos que, antropológicamente hablando, muchas veces no se reconocen como semejantes. En muchos idiomas indígenas no existe el concepto de «humano» y el nombre de la tribu se confunde con el que se da a todos los humanos. En nuestra especie, ese concepto no tiene más de unos pocos siglos de reconocimiento. Los extranjeros, sencillamente, no suelen ser reconocidos como semejantes, lo que permite exterminarlos, quitarles sus recursos, echarlos del territorio considerado propio y, en ciertos casos, comérselos.

Los grupos a los que pertenecen esas atribuciones fueron variando con el tiempo, así como muchas de las demás características de la especie lo hicieron. Los clanes entre los cuales se solía hacer la guerra para intercambiar mujeres, es decir, para mantener la diversidad genética, cedieron ante el concepto más amplio de 'tribu'; en algunas partes del mundo las tribus formaron feudos e imperios; éstos han ido y venido, tuvieron sus épocas de auge y sus decadencias, conquistaron a sus vecinos y fueron vencidos por ellos; en eso consiste la historia política de la humanidad; y en la época moderna, gran parte de esta historia -que hemos sido educados para considerar «la» historia- consiste en el relato de la formación y las evoluciones de entidades nacionales que por participar en cualidades de orden cultural se han unido en formaciones políticas, los Estados-nación. Se trata de una invención que no tiene más de 500 años y ya pasó por su apogeo.

Como somos una especie -la única, que sepamos- que posee la capacidad de expresión simbólica, se han desarrollado símbolos que denotaban esos niveles de pertenencia y otros. Ya hemos mencionado las banderas, pero en estos tiempos un símbolo de pertenencia aún más poderoso es el dinero, que está borrando los límites más antiguos. Antes se hablaba del «imperio británico»; ahora se habla de la «zona del euro» y los imperios tratan de agrandar la influencia de sus monedas, no de sus banderas, que han perdido importancia real, si no simbólica.

Claro que, dentro de estos grupos de pertenencia simbólica, no todos los individuos gozan de los mismos derechos, aunque en los últimos dos siglos se haya pretendido que ello es así: con la invención occidental-europea de los derechos humanos, ahora se hace de cuenta que, por el solo hecho de pertenecer a la especie, un ser es poseedor automático de ciertos 'derechos' que habitualmente son poco respetados, fuera de los períodos de los discursos políticos. Tal es el caso de los pobres, de las mujeres, de los niños y de otros grupos como las poblaciones indígenas -en la mayoría de los países otrora conquistados por Occidente- cuyos derechos son sistemáticamente violados. Cuando ello ocurre, se dan situaciones momentáneas en las que alguno de esos grupos recuerda que la teoría le otorga ciertos derechos y comienza a reclamarlos. Es en esos momentos cuando los que manejan el conjunto les recuerdan que ellos, junto con sus opresores, integran una entidad de orden superior, la Nación. Los oprimidos suelen, entonces, reaccionar como se espera de ellos: se solidarizan con sus opresores y salen a defender la «Patria» presuntamente común. Esta defensa puede llegar hasta el sacrificio, no sólo de sus intereses sino de sus vidas, porque esos conflictos pueden llegar a mayores y conducir a enfrentamientos armados en los que los que mueren rara vez son los miembros de las clases que ostentan el poder.

Tenemos el mejor ejemplo aquí, en casa, con la causa irredenta de las Islas Malvinas. Esas islas que eran «nuestras» hasta 1833, es decir, que estaban habitadas por unos pocos pobladores que hacían flamear una bandera argentina, después de que fueran atribuidas a España por el Tratado de Tordesillas, de 1494. Antes de la ocupación de 1833, habían sido objeto de ocasionales visitas y declaraciones de anexión por parte de franceses e ingleses, y aun estadounidenses, sencillamente por el desembarco de unos marinos que plantaron su bandera allí, para irse poco después, tal vez porque la vida allí les resultaba demasiado dura. Había unas pocas docenas de pobladores que vivían de la matanza de focas, aunque el tráfico con la tierra firme era regular y lo siguió siendo hasta mucho más allá de la anexión británica en 1833. Así lo atestigua la historia de Luis Piedra Buena, quien iba y venía libremente de las islas al continente cincuenta años más tarde. La Argentina hacía permanentes reclamos que el gobierno inglés archivaba, pero el 'modus vivendi' era bastante tolerable. Algunos de los habitantes ingleses mandaban a sus hijos a la escuela Woodville, en Bariloche, porque aquí aprendían más que en su propio y primitivo territorio dedicado a la cría lanar.

A fines de marzo de 1982, el gobierno militar encabezado por el apuesto general Galtieri se las veía cada vez más negras, porque la economía hacía agua por todos lados y la gente le iba perdiendo el miedo a la sádica represión que hasta poco antes campeaba en el país, pero cuya intensida ya había menguado. Como decíamos antes, para una situación interna difícil no hay solución mejor que desviar la atención de la gente hacia un enemigo exterior: así fue que el 2 de abril nos desayunamos con la noticia de que habíamos «recuperado» a las islas, que estaban habitadas por unos pocos ingleses aburridos, mucho más ingleses que los de las islas británicas; y la misma gente que tres días antes había llenado la plaza de Mayo para protestar contra la política del gobierno militar ahora aplaudía al «libertador de las Malvinas», quien se creyó Perón y salió al balcón con los brazos en alto. Enseguida se formó un grupo de 200 familias que se declararon dispuestas a recolonizar las islas, toda gente a la que jamás se les había pasado por la cabeza la idea de ir a vivir, por ejemplo, a la provincia de Santa Cruz y que seguramente hubiesen tenido problemas al tener que manejar sus autos por la izquierda de la calle. Por suerte para nuestro retorno a la democracia, los ingleses nos dieron batalla y la ganaron, en lo que sin duda fue una de las guerras más criminales de todas las guerras, que todas son criminales, como ya nos recordaba Alberdi al referirse a la del Paraguay. Guerra en la cual, del lado argentino, se llegó a increíbles niveles de imprevisión -que costó la vida a cientos de impreparados muchachitos correntinos de 17 años- y a casos de corrupción inverosímiles, como el de la reventa de los chocolatines donados a los héroes de Malvinas por chicos de las escuelas argentinas, que aún contenían las infantiles cartitas que los acompañaban. La derrota condujo -mucho más eficazmente que las «luchas populares»- al retorno de la democracia. Ahora, el gobierno boliviano está intentando una maniobra parecida a la de Galtieri: como en Bolivia la gran mayoría de la población tiene una situación económica insostenible, se ha recurrido al justo reclamo de la «salida al mar», salida escamoteada en 1879 por una guerra de conquista cuyo motivo era el control de los yacimientos de salitre. Guerra que, por otra parte, permitió al general Roca apoderarse de la Patagonia sin que los chilenos, que estaban ocupados en el norte, trataran siquiera de hacer valer sus pretensiones sobre esos territorios, pretensiones que hubiesen sido bastante más peligrosas para la integridad territorial argentina en el Sur que aquellos pocos indios, fácilmente derrotados por los fusiles Remington del Ejército de Roca.

Es así como se hace la historia. Imaginémonos, por un momento, que se intentase restablecer, en el mundo entero, las fronteras vigentes en 1833. Sólo mencionaremos unos pocos ejemplos «civilizados», para ilustrar el punto, teniendo en cuenta solamente las conquistas por la fuerza, ya que EE. UU. se formó en parte comprando tierras «inútiles» a franceses y a rusos; y muchos territorios salvajes aún no habían sido robados a sus habitantes naturales. En 1833, más de un tercio de los EE. UU. -todo el sudoeste, incluyendo California- era mexicano. Alemania, que no existía como tal, era un conjunto de pequeños estados feudales, más o menos los actuales estados federales. En el este de Europa, en la parte a la que no llegaba el Imperio Otomano, campeaba el Imperio Austrohúngaro, que unos años antes se había repartido alegremente a Polonia con Rusia y Prusia, a su vez una parte de lo que es hoy Alemania. Inglaterra estaba en pleno proceso de construir su imperio y se estaba comiendo a la India y gran parte de Africa, además de las insignificantes Malvinas; Francia competía con ella por otras partes del mundo, y Grecia acababa de reconquistar su independencia de los turcos, que aún ocupaban buena parte de la península de los Balcanes.

¿Qué pasaría si alguien tratase de restablecer todos esos límites de países, que ya no existen, en una época en la que algunas fronteras se diluyeran mientras que otras se fortificaran? ¿Qué conclusión podemos sacar nosotros, en nuestro eterno reclamo de las Malvinas, que el canciller acaba de proyectar hacia los próximos cuatro siglos? ¿No tenemos tareas más importantes que hacer? Como ver el modo de hacer un buen papel en las Olimpíadas de Atenas…


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