Metas distintas
Si bien toda negociación entre el gobierno de un país que se encuentra en apuros y el Fondo Monetario Internacional tiene que ver tanto con la política como con los problemas económicos propiamente dichos, no es nada común que la diferencia entre los ámbitos así supuestos sea tan evidente como es en el caso de la Argentina. En la relación entre los dos incide una multitud de factores, entre ellos los geopolíticos, los provocados por la enmarañada interna peronista y la imagen presidencial, que han contribuido a hacer aún más complicado un panorama ya bastante confuso. Según parece, el presidente Néstor Kirchner y el ministro de Economía, Roberto Lavagna, creen que los técnicos del FMI son ideólogos que se sienten comprometidos con un esquema arbitrario que sería totalmente inapropiado para el país, pero que por motivos pragmáticos les es necesario complacerlos fingiendo tomar en serio sus opiniones excéntricas. Por su parte, los responsables del FMI quieren llegar a un acuerdo por razones profesionales, pero se resisten a avalar cursos de acción que juzgan resultarían inútiles, cuando no contraproducentes, por entender que en cuanto surjan las dificultades sus muchos críticos los acusarán de haber cometido otro error garrafal. Tales inquietudes son comprensibles: si después de firmar un acuerdo blando la Argentina se precipita en una nueva crisis, muchos, incluyendo a quienes hoy en día esperan que Kirchner y Lavagna consigan convencerlos de las bondades de sus propuestas, culparán a los gerentes del FMI por el desastre resultante.
Al iniciarse lo que se supone será la semana final de las negociaciones que están en marcha, el gobierno apuesta a un acuerdo de tres años que le permitiría dejar de preocuparse por el frente externo, pero según los interesados en las vicisitudes de la negociación podría verse obligado a conformarse con uno de a lo sumo un año. Desde el punto de vista oficial, tanto menos exigente sea el acuerdo, mejor le parecerá, pero esto no necesariamente quiere decir que al país le convendría que el FMI, presionado por los líderes políticos del Grupo de los Siete, optara por declararse satisfecho con lo prometido por un gobierno que por motivos electorales es reacio a emprender medidas que le ocasionarían disgustos. Desde luego, si Kirchner y Lavagna se sienten realmente seguros de que al país le sería negativo intentar llegar a un superávit fiscal mayor al previsto, aceptar aumentar las tarifas de los servicios públicos, compensar a los bancos por las pérdidas causadas por la pesificación asimétrica y comenzar a renegociar en serio la deuda pública, sería muy bueno que lograran imponer su tesis. Sin embargo, es de suponer que saben que tarde o temprano tendrán que procurar solucionar tales problemas, pero que por motivos políticos preferirían seguir bicicleteándolos con la esperanza de que el crecimiento les ahorre la necesidad de hacer algo que podría costarles votos.
Como muchos comentaristas locales han señalado con cierta fruición, los técnicos del Fondo tienen interés en que la negociación sea exitosa, es decir, que se firme un acuerdo y que en los años próximos el resto del mundo deje de preocuparse por la crisis argentina, porque de lo contrario los gobiernos de los países más ricos podrían decidir que su institución ya no sirve para nada. Es que al igual que la izquierda local, aunque por razones muy diferentes, los “neoconservadores” norteamericanos quisieran ver abolido el FMI que a su juicio es demasiado propenso a dar a gobiernos como el encabezado por Kirchner el beneficio de la duda. Asimismo, la mera existencia del FMI supone que los políticos de países como el nuestro pierden el tiempo tratando de obligar a los bien remunerados burócratas a cohonestar sus planes cuando deberían estar concentrándose en asuntos más urgentes vinculados con la economía real. Por lo tanto, de lograr Kirchner “triunfar” sobre el FMI -de firmarse un arreglo menos exigente que el esperado el gobierno no vacilaría en celebrarlo imputándolo a su propia dureza-, un resultado probable consistiría en el desprestigio acaso definitivo de una institución que, su deficiencias no obstante, le sirve de escudo contra lo que más teme, los despiadados y a veces llamativamente inflexibles mercados financieros internacionales.
Si bien toda negociación entre el gobierno de un país que se encuentra en apuros y el Fondo Monetario Internacional tiene que ver tanto con la política como con los problemas económicos propiamente dichos, no es nada común que la diferencia entre los ámbitos así supuestos sea tan evidente como es en el caso de la Argentina. En la relación entre los dos incide una multitud de factores, entre ellos los geopolíticos, los provocados por la enmarañada interna peronista y la imagen presidencial, que han contribuido a hacer aún más complicado un panorama ya bastante confuso. Según parece, el presidente Néstor Kirchner y el ministro de Economía, Roberto Lavagna, creen que los técnicos del FMI son ideólogos que se sienten comprometidos con un esquema arbitrario que sería totalmente inapropiado para el país, pero que por motivos pragmáticos les es necesario complacerlos fingiendo tomar en serio sus opiniones excéntricas. Por su parte, los responsables del FMI quieren llegar a un acuerdo por razones profesionales, pero se resisten a avalar cursos de acción que juzgan resultarían inútiles, cuando no contraproducentes, por entender que en cuanto surjan las dificultades sus muchos críticos los acusarán de haber cometido otro error garrafal. Tales inquietudes son comprensibles: si después de firmar un acuerdo blando la Argentina se precipita en una nueva crisis, muchos, incluyendo a quienes hoy en día esperan que Kirchner y Lavagna consigan convencerlos de las bondades de sus propuestas, culparán a los gerentes del FMI por el desastre resultante.
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