Negar la derrota acelera la crisis


El propio Máximo viene haciendo contorsiones discursivas para acomodar el cuerpo a un acuerdo con el FMI. Al Fondo le critica la gula, pero no lo desinvita a la cena.


Hay un dilema que atraviesa al Gobierno desde la batalla perdida por el Presupuesto y que sus principales dirigentes se formulan ahora a modo de pregunta: ¿Máximo Kirchner forzó esa derrota parlamentaria por impericia o por conspiración? Como en todo buen dilema, hay en ese razonamiento una alternativa de dos términos que conducen a la misma conclusión, nada buena para el Frente de Todos.

Máximo es desde ayer el conductor de la estructura más extensa del peronismo, la bonaerense, además de jefe del bloque del Gobierno en Diputados y candidato a presidente de la Nación en todas y cada una de las ensoñaciones de su madre. Si volteó por torpeza el acuerdo con la oposición solicitado por Alberto Fernández y gestionado por Sergio Massa para evitarle un nuevo fracaso al oficialismo, la Casa Rosada tiene allí un problema de dimensiones múltiples. Y si pateó el tablero para distanciarse del Gobierno, deslegitimar al ministro Martín Guzmán y enviarle una señal al Fondo Monetario, el problema es todavía mayor.

Para el Gobierno la mejor respuesta al dilema, la más conveniente para su urgencia, es que el diputado actuó como lo hizo por una indigencia intelectual y una incapacidad política que estaba disimulada al vulgo hasta que dos palizas electorales consecutivas la dejaron al desnudo. Hay además algunos indicios que ameritan dar por probable esa conclusión. El propio Máximo viene haciendo contorsiones discursivas para acomodar el cuerpo a un acuerdo con el FMI. Al Fondo le critica la gula, pero no lo desinvita a la cena. La Cámpora, recordó antes del debate presupuestario el discurso de Néstor Kirchner de 2005 en el que anunciaba, con los firuletes autonómicos del caso, el pago de la deuda con el FMI.

Cristina Kirchner avaló esa recordación. Cualquiera fuese la conclusión elegida sobre su hijo, el dato clave termina siendo la posición de la vicepresidenta. Cristina envió dos señales que dan cuenta de su incomodidad ante la aceleración de la crisis. Evocó aquel pago integral y voluntario con reservas propias al FMI y criticó la “codicia corporativa” que según su mirada es principal causa de la inflación.


Tres señales le envió la realidad al Gobierno: el portazo del Parlamento; la persistencia del FMI en el pedido de un programa económico y un fallo de la Corte por la Magistratura.

Casi en simultáneo con la ironía comparativa de Cristina, el titular de la Reserva Federal, Jerome Powell, anunció una nueva política monetaria más contractiva para corregir la inflación en EE.UU. Si Cristina quisiera seguir poniendo ejemplos norteamericanos, el presidente del Banco Central, Miguel Pesce, debería ir planeando una suba de tasas para esterilizar el desmadre de emisión que toleró. Fue Gerry Rice, el vocero del FMI, quien salió a apoyar el endurecimiento del crédito global anunciado por Powell. Con una aclaración: complicará aún más la crisis de deuda de los emergentes.

Este contexto reinstala aquel dilema entre impericia y conspiración referido a Máximo, pero en su madre. La jefa política del oficialismo parece desbordada por la aceleración de la crisis, consciente de la necesidad de acordar con el Fondo, pero ya sin votos para hacerlo sin costos.

El mecanismo tortuoso de toma de decisiones del oficialismo hizo que, tras las derrotas, el Gobierno cifrara expectativas en la fragmentación opositora. Esa división es real y siembra dudas sobre una alternativa viable para 2023. Pero justamente porque existe ese horizonte competitivo, basta que encabece la diatriba un referente de apellido Kirchner para que las partículas disidentes se junten como mercurio.

Tres señales le envió la realidad esta semana a ese Gobierno atribulado menos por sus adversarios que por su tendencia la negación. Fueron señales para recordarle que perdió perdiendo: el portazo del Parlamento; la persistencia del FMI en el pedido de un programa económico sustentable, y un fallo de la Corte que le devolvió al Consejo de la Magistratura el equilibrio perdido para designar y evaluar magistrados. Ahora el presidente de la Corte volverá a conducir ese debate que deambulaba en los sótanos de la rosca política.


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