No avalar la farsa electoral

El gobierno agregó un nuevo y desconcertante capítulo a su zigzagueante política exterior, cuando adelantó la posibilidad de convalidar los resultados de las elecciones que se harán hoy en Nicaragua, una farsa electoral que sólo servirá para darle una pátina de legitimidad al régimen autocrático que consolidan desde hace 14 años Daniel Ortega y su esposa y “copresidenta” Rosa Murillo.

La vocera presidencial Gabriela Cerruti adelantó que “si no hay objeciones de organismos internacionales”, el gobierno aceptaría los resultados, sin detenerse a considerar que el régimen nicaragüense no aceptó veedores internacionales imparciales sino “testigos de buena voluntad” de su agrado. Ignoró que antes del comicio organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) señalan que “el clima de represión y el cierre de los espacios democráticos en el país hacen inviable un proceso electoral íntegro y libre”. O que Amnistía Internacional y Human Rights Watch señalaron que las elecciones “no garantizan los derechos humanos” básicos, con detenciones arbitrarias de opositores, desapariciones forzadas, sometimiento del Poder Judicial y ataques a la libertad de expresión.

Al gobierno argentino no le son desconocidos los informes desde 2018, cuando masivas protestas comenzaron a cuestionar al régimen. La represión mostró hasta qué punto Ortega estaba dispuesto a llegar para perpetuarse en el poder: 328 muertos, más de 2.000 heridos, 1.600 detenidos y más de 100.000 exiliados. El control de magistrados adictos y un Congreso controlado de forma automática le ha permitido dictar leyes a medida para encarcelar o exiliar a los principales líderes opositores. De hecho, siete candidatos rivales están detenidos hace meses, bajo acusaciones fabricadas de ser “agentes extranjeros”, “difundir información falsa”, o “lavado de dinero” sin pruebas. Otros se han exiliado y los pocos que quedan en carrera son títeres del régimen, mientras el aparato de propaganda y el clima de amedrentamiento fomentan la apatía política.

El establecimiento de un régimen de partido único y el Estado policial en que se ha transformado Nicaragua ha tenido por parte del gobierno argentino posturas ambiguas y contradictorias.

En mayo se abstuvo de condenar la detención de dirigentes opositores con el argumento de la “no injerencia en asuntos internos”; días después respaldó un informe de la comisionada de Derechos Humanos de la ONU Michel Bachelet, que recopiló muchas de estas denuncias; más tarde junto con México llamó a consultas a su embajador en Managua como forma de advertencia, pero días después en Ginebra se desdijo y rechazó un documento promovido por 59 países con estas denuncias.

La necesidad electoral de contener al “núcleo duro” del kirchnerismo (donde para algunos nostálgicos Ortega es aún ícono revolucionario y antiimperialista y no el émulo del dictador Anastasio Somoza), compromisos con China y Rusia, pero sobre todo el “loteo” de la política exterior entre facciones peronistas con visiones antagónicas (algunas más liberales y cercanas a un entendimiento con EE.UU. y Europa, otras más nacionalistas y proclives a forjar alianzas con países como Cuba y Venezuela) explicarían estos vaivenes. Lo cierto es que, como se vio estos días, Alberto Fernández pasa en horas de intentar abrazar al presidente de EE.UU. Joe Biden y elogiar la relación con la titular del FMI Kristalina Georgieva, a brindar discursos casi de barricada junto a Evo Morales y Rafael Correa.

Como señalan expertos, la incoherencia, falta de estrategia y el acomodamiento constante a factores externos contradictorios desconcierta y genera desconfianza tanto a aliados como a críticos y, sin dudas, debilita el posicionamiento internacional de Argentina.

En el caso de Nicaragua, si se confirma el apoyo al fraude electoral que pretende concretarse hoy, se horada uno de los principales activos de nuestra política exterior, como es la defensa de los Derechos Humanos, que le ha valido el reconocimiento internacional al país desde hace más de 30 años.


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