No hay que dar tareas para el hogar

Carlos Schulmaister

Instalada en la escuela primaria desde fines de los '80, al calor de los combates contra el conductismo en la enseñanza-aprendizaje y en nombre de las ideas del constructivismo arribadas a nuestras playas en esa década (aunque es dudoso que reconozca esa filiación), se expandió crecientemente desde entonces alcanzando un alto grado de presencia en el sistema educativo argentino.

El alumno víctima y prisionero de su maestra, de la escuela, del sistema educativo y de todos los poderes de la Tierra fue la construcción primaria llevada a cabo desde las nuevas ideas pedagógicas. Toda teoría y toda práctica debían ser desmontadas para conocer los supuestos sobre los que se asentaba tamaña conspiración y en consecuencia revertir las situaciones reales y potenciales en que aquellas se expresaban.

La idea de la escuela-cárcel se difundía a la sombra de los postulados de Paulo Freire, de Iván Ilitch y el tan mentado panóptico de Foucault. El Big Brother de Orwell vigilaba al niño hasta cuando estaba en su casa y le imponía comportamientos preestablecidos que le quitaban la libertad de pensar y actuar autónomamente en base a sus exclusivos intereses individuales.

En consecuencia, las tradicionales «tareas para el hogar» o «los deberes para la casa» pasaron a ser vistos por los docentes como el complemento normativo de un sistema represivo al que la «nueva docencia» debía sepultar en los inmundos repliegues de la «vieja educación».

Desde entonces desaparecieron los ejercicios de aritmética y de lengua, las «composiciones» de tema libre o alusivo para hacer en el hogar y las lecturas anticipadoras de los próximos temas a aprender en el aula. Y ni hablar de las para entonces menos frecuentes visitas a las bibliotecas públicas a buscar información sobre temas específicos cuando el tradicional fomento por parte de los maestros de la lectura autónoma en las bibliotecas públicas había comenzado a desaparecer ya desde mediados de los '70.

Complementada esta visión simultáneamente con la incipiente desaparición de manuales escolares y libros de lectura del equipamiento didáctico de los alumnos, reemplazados por las fotocopias sin datos de autor, aquellos dispusieron a partir de entonces de una cantidad desmesurada de horas diarias para dar rienda suelta a «sus» intereses: los dibujos animados -ahora llamados cómics-, las telenovelas y las series propalados por una televisión abierta que se había hecho presente en todos los rincones del país pero cuya oferta era superada por la novedosa televisión por cable, a lo que había que añadir los aparatos de juegos electrónicos para niños y adolescentes.

Todo ello significaba un requerimiento de inversión en tecnología hogareña que comenzó a ser visible primeramente en aquellos hogares donde se daba por sentado que se disponía de los recursos para adquirir los libros que todavía algunos maestros desconsiderados les pedían a sus alumnos en la escuela.

Desaparecidas las viejas actividades ahora llamadas «extra-áulicas», la sociedad debía sentarse a esperar los resultados de tan nobles inspiraciones psicopedagógicas destinadas a «rescatar» la «significatividad» del tiempo libre de los niños y adolescentes.

El desarrollo de las relaciones sociales entre pares, tan importantes para el crecimiento psicosocial y moral de la persona, que dispone del deporte, el juego y hasta el ocio compartido como recursos y actividades dignas de fomentarse, al contrario d lo que debía esperarse, no se vio incrementado como consecuencia de la disponibilidad de más tiempo libre extraescolar. Inversamente, millones de niños y adolescentes se convirtieron en islotes incomunicados entre sí, reducidos a una condición pasiva frente a la caja boba o «el jueguito» de moda, y más acá el chateo por Internet en los ciber, clausurando toda posibilidad de comunicación interpersonal durante hasta un tercio de las horas del día.

Lo lamentable es que la novedad fue enarbolada por algunos padres de escolares como una conquista de derechos, al punto que cuando algún maestro despistado les da a sus alumnos tareas o deberes para el hogar (palabra que tampoco se utiliza ya en los ámbitos educativos) nunca falta una madre que concurra a la escuela exigiendo al director que llame al orden al maestro cuestionado por inhumano o antipedagógico.

Los argumentos prácticos que se esgrimen se refieren a que el tiempo de la escuela es el del horario de clases y nada más, no pudiendo superponerse sobre el tiempo del hogar. Y que si el niño quiere perder su tiempo hogareño tiene todo el derecho de hacerlo. O sea, que si por propia iniciativa quisiera realizar ejercicios de alguna asignatura o leer algún libro escolar en su casa lógicamente que podrá hacerlo, pero de ninguna manera si la tarea es obligatoria.

Entonces lo que se cuestiona es el presunto componente de autoritarismo que encierra la obligatoriedad de hacer tareas escolares en el hogar.

Recordemos que esto es así en la escuela primaria. ¿Por qué no en la secundaria? A lo mejor sólo es cuestión de esperar muy poco para que se llegue a homologar semejante propuesta. Y tal vez algún día arribe a la universidad, obviamente, fogoneada por los centros de estudiantes.

Un caso especial es el de las vacaciones escolares de invierno. Jamás se dan tareas a realizar en el hogar durante ese período, pues equivale a un sacrilegio o una conducta criminal por parte del maestro.

En colegios privados estas zonceras por lo general no son tenidas en cuenta. Es conocido el hecho de que en los colegios de pupilos de otras épocas se daban tareas para el hogar no sólo para las vacaciones de invierno sino también para las de verano, es decir, cuando ya el alumno había sido promovido, o no, al grado inmediato superior.

Juntamente con el planteo del autoritarismo que encerraría tal medida se presenta el relacionado con la libertad del individuo alumno. La resistencia a los objetivos controladores del poder se manifiesta entonces en el rechazo a la obligatoriedad de las tareas y la asunción del tiempo extra-áulico como espacio de libertad. Por lo tanto, la escuela es una cárcel. Y el estudiar es una condena que el sistema capitalista burgués impone con carácter universal a sus títeres mientras los prepara para ser funcionales a él.

La escuela es vista entonces como un espacio burgués donde tiene lugar el trabajo esclavo y las tareas para el hogar una expresión de la insaciabilidad del sistema que pretende todavía que sus esclavos se lleven trabajo a casa. Por lo tanto, oponerse a ello sería progresista para esta óptica. Si el Estado burgués te obliga a estudiar, que de paso se haga cargo de todos los costos.

La educación, de ser una necesidad -la más importante de todas para la humanización del hombre- y, en consecuencia, un derecho de la sociedad, pasa a ser vista como una obligación. Y como los argentinos somos cada vez más expertos en exigir derechos sin cumplir obligaciones estamos siendo llevados a exigir el máximo derecho soñado, el derecho a no tener obligaciones.

En el fondo, lo que subyace es que el Estado es visto como un espacio ajeno a cada uno: no nuestro sino de ellos, pero quiénes son ellos es algo de lo que no se habla en la escuela. De que a la educación la subvencionamos todos no se acuerdan los sostenedores de esta zoncera. Si lo hicieran deberían tomar conciencia de que a pesar de sus falencias es una herramienta formidable para el mejoramiento de los problemas económicos y sociales, para la democratización constante y creciente de la sociedad y para el crecimiento personal de cada ser humano si les exigimos a sus orientadores la superación de aquellas falencias.

Mientras tanto, de la contradicción existente entre un discurso institucional que pregona la cultura del esfuerzo y que en la práctica la impugna no se habla ni se toma conciencia. Y del placer de estudiar, menos aún.

 

 

 

(*) Profesor de historia


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