Nuestro abrumador psicoanálisis

HÉCTOR LANDOLFI (*)

Un sábado a la noche de fines de la década del 50 del siglo pasado, estando en mi habitación juvenil ubicada en el piso superior de mi casa, escuché voces que provenían del living situado en la planta baja. Abrí la puerta, espié con cuidado para no ser descubierto y vi que se trataba de una de las reuniones que solía hacer mi padre. Junto a él estaban su amigo Enrique Pichon Rivière y su mujer Arminda Aberastury, Tagliaferro, Blejer y algunas otras personas que no recuerdo. Con el tiempo comprobaría que había estado viendo y escuchado a los popes fundadores del psicoanálisis argentino. En esa oportunidad sólo reconocí a Pichon Rivière, a quien recuerdo caminando junto a mi padre por el parque del Hindú Club luciendo su empaque de señor aristocrático con pañuelo de seda al cuello, saco de tweed y calzando zapatos de golf. Lejano estaba aún su posterior aspecto de austero psicólogo social contestatario. Al ver a todas esas personas reunidas pensé que se trataba de gente importante, cosa que agudizó mi curiosidad juvenil. Escuchaba su conversación y en determinado momento alguien dijo un chiste. Yo esperé una carcajada general –debí reprimir la mía para no ser descubierto– pero no fue así. No se oyeron risas sino interpretaciones del chiste. Surge un nuevo chiste y luego nuevas interpretaciones; ya no pensé que se trataba de gente importante sino de gente rara. Con el tiempo fui conociendo más detalles de estas personalidades descubiertas subrepticiamente por mí aquella noche. Primaba en ellas la ideología, un poco menos la inteligencia, menos aún la sabiduría. Hacían gala de ateísmo y era frecuente oír filosas ironías dirigidas hacia la confesión católica. Lectores de Sartre, alardeaban conocer el último libro traducido del pensador francés. A ellos les cabe también la definición que hace Norman Mailer del existencialismo sartreano, ajeno a un sentido de la trascendencia; es como “un ingeniero que diseña un automóvil que no requiere conductor ni acepta pasajeros”. En realidad es un automóvil que sólo conduce a la nada o a “La náusea”. Se les escuchaba elogios hacia la ex Unión Soviética a pesar de que el psicoanálisis fue prohibido por Stalin en 1933; ya en la década del 60 los elogios se dirigían a Cuba donde el régimen castrista también prohibió el psicoanálisis. Estas posiciones de izquierda paradójicamente eran esgrimidas por gente que vivía en “La Isla”, pequeño enclave arquitectónico de lujo ubicado en el Barrio Norte –zona habitada preponderantemente por gente de clase alta– de la ciudad de Buenos Aires. Otros vivían en barrios de clase media alta o pertenecían a clubes costosos como el Hindú y casi todos veraneaban en Punta del Este (aristocrático balneario uruguayo). Algunos también tenían vínculos financieros con Estados Unidos. Para ellos el enfermarse, aunque fuera un simple resfrío, era visto como una claudicación vergonzante. Tomar un remedio o recetarlo a un paciente era considerado un “pecado”. Pronunciar el nombre de Carl Jung provocaba consecuencias perturbadoras; sólo Sigmund Freud era fuente de toda razón y justicia. A estas primigenias acciones del psicoanálisis vernáculo le sucedieron, especialmente en el entorno de Pichon Rivière, conductas como la de analizarse todos con todos. Esta suerte de “Ensayo de orquesta” (la película de Fellini donde la desjerarquización brutal de un organismo musical obtenía un caos total y grotesco) obtuvo efectos no menos devastadores que los vistos en el filme aludido. Un triste fin –en realidad una verdadera tragedia– fue el de Pichon Rivière y su familia: se suicidó él, su mujer Arminda Aberastury y uno de sus hijos. Me pregunto: ¿qué les dirían Pichon Rivière y Aberastury a sus pacientes con intenciones suicidas? Tulio Halperin Donghi, el notable historiador argentino, vio claramente los efectos negativos de los excesos psicologistas en el medio familiar: “Cuanto más psicologismo tienen los padres, más problemas tienen y más aún en la medida en que el psicologismo es compartido por sus hijos”. La segunda mitad del siglo pasado fue el ámbito temporal del nacimiento y desarrollo del psicoanálisis y su expansión hacia casi todos los estratos de la sociedad argentina. Desde los selectos cenáculos de la clase media alta intelectual fue descendiendo hacia la entonces vasta clase media argentina y luego, a través del hospital público, hacia los sectores más bajos de la población. Este frenesí psicoanalizante sigue aún motorizándose desde la Facultad de Psicología de la UBA, donde Jacques Lacan es epicentro y referencia ineludible de la enseñanza. Sugiero al lector que consulte al Dr. Mario Bunge sobre qué piensa del psicoanalista francés. También la segunda mitad del siglo pasado coincidió con la más grave decadencia argentina en el plano ético, cultural, económico y político. ¿Debería preguntarse el psicoanálisis vernáculo si tiene algo que ver con esa dura realidad? (*) Ex directivo y conferencista de la industria editorial y gráfica


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