Olga Ferri: Adiós a una leyenda de la danza clásica

Esta semana iba a cumplir 84 años. Pero se fue antes: Olga Ferri dejó este mundo en silencio, casi en puntas de pie, un mutis que ningún coreógrafo habría querido trazar y que ningún asistente de escena pudo prever. Fue el sábado por la noche, al cabo de una siesta que se extenderá por toda la eternidad.

Deja una trayectoria excelsa, un recuerdo imborrable de su paso por escenarios del mundo en los que bailó las piezas más relevantes del repertorio clásico. También su dimensión como maestra, desde su estudio, del cual, junto con Enrique Lommi (quien fuera su esposo y partenaire ), había hecho un templo de sabiduría, pero también un semillero de valores nuevos: “Éste es mi Taj Mahal”, dijo a LA NACION el año pasado, mientras dictaba una clase.

Junto a la infortunada Norma Fontenla (que sucumbió en el accidente aéreo de 1971), junto a María Ruanova y a Esmeralda Agoglia (por nombrar sólo a algunas figuras de nuestro acervo), durante décadas se perfiló como primera figura del Ballet del Teatro Colón: eran las décadas del cincuenta, del sesenta, del setenta…

Olguita, como la llamábamos sus admiradores, bailó hasta los 49 años, una edad infrecuente para marcar el límite de un bailarín, pero el fuego de Olga y su férrea disciplina le posibilitaron esta longevidad artística, lograr -aun en edad avanzada- ritirarse in bellezza , como llaman los artistas de la ópera y de la danza al abandono de una carrera en óptimas condiciones físicas. Y, casi cincuentenaria, en 1977 se atrevió a componer por última vez una Coppelia.

Había egresado del Instituto de Arte del Colón y debutó en la compañía oficial a los 18 años; saltó al rango de solista casi sin pasar por el cuerpo de baile.

En 1949 se erigió en primera bailarina y en esa condición estrenó una versión de Léonide Massine de la Sinfonía f antástica y una obra de Margarita Wallmann, Los pájaros . En 1954, una idea de Jean Cocteau dio lugar a La dama y el unicornio , de Heinz Rosen, y fue Olga quien la estrenó. Época excepcional de la danza oficial en la Argentina, de la que Olga Ferri fue uno de sus rostros más visibles. “Pudimos trabajar con Léonide Massine, con David Lichine o con Tatiana Gsovsky, y ellos creaban obras aquí, para nosotros, ballets que se estrenaban [internacionalmente] en el Colón”, nos recordó el año pasado, en su estudio.

También encabezó los elencos de otros estrenos inolvidables, como el de La Cenicienta , de Georges Skibine; La Sylphide , de Pierre Lacotte; Romeo y Julieta , en pareja con el legendario (y también infortunado) José Neglia.

Pero el annus mirabilis de Olga fue 1971, cuando Rudolph Nureyev la eligió para su versión de El cascanueces . El ruso la exigió como compañera, cada vez que vino a bailar a Buenos Aires. Fue el espaldarazo para su carrera internacional: roles de relevancia en el Royal London Ballet, y solista con el Marqués de Cuevas y su célebre compañía, así como en el London’s Festival Ballet, en cuatro temporadas, entre 1960 y 1966.

Su larga experiencia como docente le permitió sostener que “la enseñanza de la danza debe comenzar temprano, en la infancia: los médicos hablan de los beneficios no sólo para la armonía física, sino para la afirmación de la personalidad”.

De esto dan cuenta alumnas suyas que alcanzaron la perfección, como Paloma Herrera (”La tomé a los siete años, y ya entonces yo le veía condiciones excepcionales”), y también Ludmila Pagliero, quien detenta el rango de étoile del Ballet del’Opéra de París. “Poder expresar con todo tu cuerpo una acción o una emoción -nos confió-, ser sucesivamente distintos seres: eso es apasionante. Y después aparece el fuego que te impulsa a transmitir eso a otros.” Así vivió la danza Olga Ferri, acaso la más grande bailarina argentina de su siglo.

Por Néstor Tirri | Para LA NACION


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