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A la espera de una revolución cultural

Hasta ahora, Milei no ha mostrado mucho interés en emprender una reforma del Estado o, dicho sea de paso, en luchar contra la corrupción. Le convendría prestar más atención a la experiencia de ciertas democracias exitosas, como Singapur, en que el Estado cumple un papel muy importante compatible con el liberalismo económico.

De estar en lo cierto los encuestadores, la mayoría no ha dejado de coincidir con Javier Milei en que la Argentina es víctima de una “casta” parasitaria que antepone sus propios intereses corporativos al bienestar del resto de la población. Quienes hablan así parecen creer que los políticos y quienes los rodean son personajes ajenos al resto de la sociedad. ¿Lo son? Claro que no. Puede que mucho haya cambiado en los meses últimos, pero hasta hace muy poco los dirigentes más emblemáticos de “la casta” triunfaban regularmente en elecciones legislativas y en las celebradas en las provincias y municipios.

A los presidentes les cuesta entender que los demás poderes suelen evolucionar de manera mucho más lenta que el Ejecutivo. Cristina se indignaba porque en su opinión el Poder Judicial había quedado anclado en un infame pasado liberal. Milei se siente escandalizado porque el Congreso refleja el país de antes del balotaje. Sus esfuerzos por presionarlo aludiendo a su propio triunfo en aquella ocasión no han brindado los resultados que previó. El martes pasado, “la casta” le propinó una derrota sonora al negarse a apoyar la “ley ómnibus” o, mejor dicho, “ley bondi”, ya que era una versión apenas esquelética de la original.

Si Milei fuera un político normal y la situación en que se encuentra el país menos dramática de lo que es, se conformaría con ser el líder de una coalición informal constituida por La Libertad Avanza, el Pro, un sector de la UCR y agrupaciones como la encabezada por Miguel Ángel Pichetto, con la esperanza de que, andando el tiempo, el electorado optara por dar una mayoría parlamentaria a su propio partido. Huelga decir que no le gusta para nada la idea.

Además de significar tener que colaborar con una parte de “la casta”, podría impedirle aplicar ya medidas muy drásticas que cree necesarias para salvar al país de una catástrofe socioeconómica.

Milei se ve ante un dilema nada sencillo. Tiene que elegir entre el realismo político que le aconseja negociar con los bloques parlamentarios que están dispuestos a apoyarlo y el realismo económico que a su entender lo obliga a actuar ya sin perder el tiempo procurando congraciarse con políticos nada confiables que le pedirían algo a cambio.

Entiende que el futuro del proyecto libertario dependerá más de lo que suceda en el ámbito económico en los meses próximos que de su propia relación con los demás dirigentes.

Con razón o sin ella, está convencido de que ponerse a regatear con el sector más liberal de “la casta” lo haría repetir los errores que atribuye a Mauricio Macri en su etapa “gradualista” que terminó mal.

A Milei y sus simpatizantes más entusiastas les parece indiscutible que, el año pasado, la mayoría abandonó su fe ancestral en lo que llaman el colectivismo y que en adelante tendrá actitudes decididamente liberales, para no decir libertarias. ¿Es lo que efectivamente ocurrió? Es poco probable.

Antes bien, sucedió que en noviembre millones reaccionaron frente al desempeño lamentable de un gobierno caótico y las a menudo incomprensibles divisiones internas de la coalición opositora votando por un hombre que encarnaba la frustración visceral que tantos sentían, sin por eso compartir la ideología austríaca que predicaba.

La mayoría sí se afirmó en contra del statu quo, pero no hay porqué suponer que repudió la mentalidad en que se apoya.

Los hay que insisten en que, para revertir la decadencia que desde hace tanto tiempo sufre el país, una parte sustancial de la población tendría que experimentar una “revolución cultural” que la aleje de las actitudes que, a través de las décadas, han tenido consecuencias realmente funestas. Puede que una ya esté en marcha, pero de ser así, apenas ha comenzado. Para que se consolide el cambio de mentalidad que algunos han detectado, los persuadidos de que no existen alternativas viables al capitalismo liberal tendrían que poner fin a una multitud de privilegios injustos, algunos claramente vinculados con la corrupción.

Hasta ahora, Milei no ha mostrado mucho interés en emprender una reforma del Estado o, dicho sea de paso, en luchar contra la corrupción.

Parecería que, como los primeros marxistas, ve el Estado como un poder ilegítimo que a la larga debería extinguirse, pero acaso le convendría prestar más atención a la experiencia de ciertas democracias exitosas, en especial las de Asia oriental como Singapur, en que el Estado cumple un papel muy importante que dista de ser incompatible con el liberalismo económico.

Por el contrario, entre otras cosas, sirve para impedir que grupos de mentalidad monopolista se apoderen de reparticiones gubernamentales, algo que, como advertía Adam Smith, siempre tratarán de hacer.


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