Bajo la sombra de la Inteligencia Artificial
Puede que la IA aseste otro duro golpe a habilidades que, desde hace miles de años, han cultivado todas las personas civilizadas. El riesgo de vivir en una "idiocracia".
Ni siquiera los especialistas más avezados saben lo que podría llegar a hacer la inteligencia artificial aunque, por las dudas, las empresas tecnológicas ya están invirtiendo cantidades fabulosas de dinero en el fenómeno por suponer que la alternativa sería resignarse al atraso. Hace poco más de una semana, se informó que una, OpenAI, destinará la friolera de 25 mil millones de dólares a la construcción de un gran centro de datos en la Patagonia que, nos asegura, dependerá por completo de energía renovable, lo que es una buena noticia para la Argentina, aunque no necesariamente para el género humano.
Lo de la energía es un detalle muy importante. Además de alimentarse de la creatividad ajena, masticando todo lo disponible en el Internet para después regurgitarlo para los usuarios sin informarles sobre las fuentes de la información que aprovechan, la Inteligencia Artificial – o IA -, devora energía. Dice la Agencia Internacional de Energía que los centros de data ya consumen el 1,5% de la electricidad mundial y que dentro de cinco años necesitará más de dos veces más, o sea, lo mismo que Japón. ¿Y después? De estar en lo cierto los profetas más entusiasmados, IA no tardará en requerir buena parte de la generada por las plantas energéticas del planeta.
Los optimistas prevén que la IA pronto libere al hombre de la sentencia bíblica de ganar el pan con el sudor de su rostro, pero prefieren no pensar demasiado en cómo sería la sociedad resultante. Algunos pesimistas temen que nos espere una época de desempleo multitudinario y desigualdad creciente que culmine con un estallido social global de dimensiones apocalípticas.
Otros pesimistas se sienten asustados por lo que podría suceder si IA se independizara. Dicen que es sumamente peligroso que al hombre se le haya ocurrido crear algo que sea mucho más inteligente que él, algo que contará con la capacidad de aumentar exponencialmente su propio poder cerebral para que exceda el nuestro tanto como el de las mentes más brillantes supera al del gusano. Hablan de la posibilidad, que según la mayoría es muy remota, de que un día las máquinas se vuelvan conscientes de sí mismas y que, como sería lógico, comiencen a privilegiar sus propios intereses que no serían aquellos de sus progenitores.
Aunque los que, como Elon Musk y otros, quieren que se frene el desarrollo de la IA por un rato hasta que sepamos más acerca de las consecuencias que podría tener, dicen estar más preocupados por el eventual impacto socioeconómico que por el riesgo de que se rebele contra sus amos, reconozcan que programadores misantrópicos podrían ordenar a las máquinas comportarse como defensores de su propia identidad, lo que desataría un tsunami de caos en un mundo en que tanto depende de la computación. Demás está decir que son cada vez más los países que están montando ciberataques contra sus enemigos por ser cuestión de una modalidad barata, eficaz y relativamente pacífica que les es fácil atribuir a otros.
Entre los más perturbados por la aparición de la IA están los responsables de crear los recursos intelectuales que utiliza; escritores, académicos y artistas de diverso tipo temen verse remplazados por simulacros omniscientes. En todas las universidades del mundo, los profesores ya se ven obligados a discriminar entre los muchos estudiantes que dejen que “chatbots” escriban sus ensayos, lo que pueden hacer de manera bastante convincente, por un lado y, por el otro, quienes se dan el trabajo de dominar una materia.
No sólo está en juego la honestidad personal. También incide la conciencia generalizada de que, siempre y cuando tome algunas precauciones, virtualmente cualquiera puede brindar la impresión de estar a la altura de los más talentosos y aplicados. Que éste sea el caso plantea la pregunta: ¿Por qué esforzarse? Es legítimo, pues, temer que la mera presencia de la IA, para no hablar de las ilusiones, sospechas y miedos que están acompañándola, reduzca el nivel intelectual de la mayoría para que las distintas sociedades se hagan más pasivas y más mediocres.
Cincuenta años atrás, cuando se introdujeron las calculadoras de bolsillo, comenzó a caer en desuso la aritmética mental; puede que la IA aseste un golpe igualmente duro a otras habilidades que, desde hace miles de años, han cultivado todas las personas civilizadas. De ser así, habrán acertado aquellos que, al tomar en cuenta lo que estaba sucediendo en las instituciones educativas de su propio país y la propensión de los menos dotados a tener más hijos que los sobresalientes, llegaron a la conclusión de que pronto viviremos en lo que algunos califican de una “idiocracia” caracterizada por la estupidez del grueso de la población y, desde luego, de las elites gobernantes.
Comentarios