Crimen y desigualdad ante la ley en Río Negro

El mensaje que baja de la Justicia es devastador: el delito económico de guante blanco no recibe el mismo reproche social ni judicial que la violencia visible de los sectores populares.

En Río Negro la justicia volvió a exhibir su rostro más crudo: el de la desigualdad legalizada. Mientras los responsables de haber saqueado durante años la obra social de los trabajadores, el Ipross, cumplen condenas en arrestos domiciliarios con tobillera electrónica; o en prisión efectiva pero con comodidades y privilegios, los autores de delitos violentos reciben cárcel efectiva inmediata. Dos delitos distintos, sí. Pero un mismo patrón: el castigo no se mide por el daño, sino por el poder del acusado.

Sandra Fasano, fue declarada culpable de 574 estafas. Era auditora del Colegio de Farmacéuticos de Río Negro al momento de los hechos. Su pena fue la más alta porque fue coautora de todas las defraudaciones con cada uno de los demás imputados. Se dispuso una custodia policial en su casa, en Allen, y permanecerá allí con el dispositivo de seguimiento que impedirá su salida de la localidad. El farmacéutico Fabio Caffaratti fue condenado a 8 años y 6 meses de prisión, como coautor de 249 estafas. Para Rodolfo Eduardo Mastandrea, farmacéutico coautor de 122 estafas, la pena fue de 8 años de prisión. Finalmente el farmacéutico Raúl Eduardo Mascaró fue condenado a 6 años y 6 meses de prisión, como autor de 107 estafas.

Las cuatro personas, además, fueron inhabilitadas por 6 años para ejercer su profesión de farmacéuticos y fueron condenadas al pago de una multa. Sobre el papel, penas severas. En realidad, ninguno pisa cárcel común. Ninguno sufre el sistema penitenciario que sí conocen de memoria los pobres. Y lo que resulta aún más indignante: sus farmacias siguen funcionando. No hablamos de un simple fraude administrativo.

Hablamos de haber desmantelado durante años la cobertura de medicamentos de jubilados, discapacitados, pacientes oncológicos, crónicos y trabajadores enfermos. Hablamos de tratamientos suspendidos, medicamentos que no llegaron, angustia, deterioro de la salud y, en algunos casos, consecuencias irreversibles. Ese también es daño físico. Ese también es un daño vital. Ese también mata, aunque no salga en la crónica policial.

Del otro lado del mostrador judicial, el crimen de Juan Ramón Riquelme en General Roca expone la otra cara del mismo sistema. Tres disparos a plena luz del día. Intento de traslado del cuerpo para hacerlo desaparecer. Pesquisa rápida. Confesión. Proceso abreviado. Once años y seis meses de prisión efectiva para el autor del homicidio. Pena condicional para el encubridor. Todo dentro de los carriles formales del derecho penal clásico.

Y ahí aparece el contraste que desnuda al sistema. Matar a un hombre: prisión efectiva. Vaciar una obra social que atiende a miles: arresto cómodo, controlado, con continuidad económica. ¿Qué daño considera más grave la justicia rionegrina? ¿Una muerte directa o miles de vidas afectadas durante años por un robo estructural al sistema de salud?

El mensaje es devastador: el delito económico de guante blanco no recibe el mismo reproche social ni judicial que la violencia visible de los sectores populares. Se persigue con dureza al que delinque desde la marginalidad. Se administra con guantes de seda al que delinque desde el escritorio, el mostrador y las cuentas bancarias. La estafa al Ipross no fue un accidente. Fue un mecanismo aceitado durante años. Requirió profesionales, logística, facturación falsa, controles que miraron para otro lado y una cadena de responsabilidades que nunca termina de investigarse del todo.

No solo fallaron los estafadores. Fallaron los organismos de control. Falló el Estado. Y hoy, el resultado es obsceno: afiliados siguen padeciendo recortes, demoras y burocracia. Un sistema sanitario herido. Y los responsables principales cumplen condenas en condiciones infinitamente mejores que las víctimas a las que arruinaron. Mientras tanto, cualquier pibe sin apellido, sin abogado de estudio, sin contactos, entra directo al circuito del encierro real. Sin tobillera premium. Sin arrestos cómodos. Sin negociación implícita. Con todo el peso del sistema sobre la espalda. Esto no es una excepción.

Es un modelo de justicia. Un modelo que es implacable con el débil. Es comprensivo con el poderoso. Castiga el síntoma. Protege la estructura. Persigue el último eslabón. Negocia con el que maneja recursos.

No estamos frente a una simple suma de causas judiciales. Estamos frente a un espejo. Un espejo que nos muestra qué vale más para el sistema: la vida, la salud pública o los intereses económicos de unos pocos. La justicia que no repara, la justicia que no iguala, la justicia que no da ejemplo.

No es justicia: es administración del privilegio. Y cuando el ciudadano percibe que la ley no mide a todos con la misma vara, lo que se rompe no es solo la confianza en los tribunales. Se rompe el contrato básico de convivencia social. Porque sin igualdad ante la ley no hay República. Sin castigo proporcional no hay prevención. Y sin equidad no hay paz social posible. La pregunta ya no es solo qué hacen los jueces. La pregunta es qué estamos dispuestos a tolerar como sociedad. Y la respuesta que puede torcer este rumbo no vendrá de los expedientes, sino de algo más profundo y exigente: compromiso ciudadano.


En Río Negro la justicia volvió a exhibir su rostro más crudo: el de la desigualdad legalizada. Mientras los responsables de haber saqueado durante años la obra social de los trabajadores, el Ipross, cumplen condenas en arrestos domiciliarios con tobillera electrónica; o en prisión efectiva pero con comodidades y privilegios, los autores de delitos violentos reciben cárcel efectiva inmediata. Dos delitos distintos, sí. Pero un mismo patrón: el castigo no se mide por el daño, sino por el poder del acusado.

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