El miedo como disciplinador social

Maximiliano Gregorio-Cernadas *


Las turbas necesitan desorden para exhibir su poder de daño, los policías corruptos y los jueces garantistas se benefician de una tolerancia laxa.


Si hay algo que distingue de inmediato a un país libre y desarrollado, es la sensación de seguridad, así como lo que identifica a los países autoritarios y atrasados es un generalizado estado de temor.

Aunque se los ha naturalizado, los argentinos estamos dominados por miedos de todo tipo. Existen aquellos reconocidos, como a la inseguridad, a la desocupación, al deterioro del salario, a perder estándar de vida, a la inestabilidad institucional, a alquilar una propiedad, a las incertidumbres del futuro, e incluso el horror ante abrumadores ordenamientos desde esferas del poder, como hostigamiento y ejecución de fiscales y jueces probos, emigración de emprendedores brillantes, ocupación de tierras, ataques a productores urbanos y rurales, cuarentenas excesivas, patoteos sindicales, “carpetazos” desde oscuras usinas, acoso al periodismo independiente, etc.

A ellos se suman otros más sutiles, a menudo inconscientes, que se excusan para no reconocer una patética rendición. Se disimula el temor a los piqueteros, a los “trapitos”, a los aprietes sindicales, a los barrabravas en los clubs, a los cartoneros que vuelcan la basura y a los mendigos y dementes que ocupan los zaguanes con pretextos solidarios cuando, en realidad, se teme a la extorsión, al desquite y la culpa. Mediante argumentos disparatados se ha conseguido que en el trabajo, en las familias y entre amigos, se calle lo obvio ante el noble altar de la coexistencia, cuando lo que se teme es al descontrol ajeno y propio. Se soporta a los agresivos en público invocando la convivencia, cuando en rigor se temen reacciones desaforadas de energúmenos armados, se busca la simpatía de mozos y taxistas porque se conoce su poder de represalia, como el que ostentan ejércitos de porteros ociosos que vigilan “a la Foucault” los movimientos de los vecinos, una imagen emblemática y exclusiva de Buenos Aires, salvo los comisarios de manzana de La Habana.

Una de las mayores paradojas de la sociedad argentina consiste en que, mientras en los países desarrollados los delincuentes temen a la ley y a sus ejecutores que protegen a los inocentes, en el nuestro, los inocentes temen, sobre todo, a la policía y a la justicia. La difusión del caso de un conductor que intentando eludir un piquete terminó esposado por la policía, servirá de terrible escarmiento para los rebeldes del sistema, pues cuando el temor se generaliza, somete generalizadamente.

De allí que impere el autocontrol de los honrados, quienes intuyen que, detrás de sutiles amenazas, acecha el implacable poder de funcionarios cómplices, de medios y periodistas comprados, de hampones a sueldo, de sindicalistas todopoderosos y, sobre todo, el miedo a la condena social de quienes se oponen a la anarquía, que es el principal y más sutil correctivo de que disponen los delincuentes.

La deliberada degradación de las fuerzas estatales del orden, los reos liberados, la inacción ante los piquetes, los estragos de manifestantes violentos, las amenazas de voceros “independientes”, los ataques a silobolsas, las usurpaciones, la apropiación del espacio público, el cuatrerismo, los incendios forestales, los ataques de pseudo indígenas, la aparición y desaparición de arsenales, entre tantas otras expresiones del terror sin castigo, permiten conjeturar que se está ante una forma sutil de control social, que en lugar de hacerlo a través de los medios clásicos y monopólicos del poder público, el Estado ha concesionado su poder entre secuaces.

La paradoja de que el caos es la forma que ejerce nuestro sistema para ordenar, liberando fieras amigas para que se devoren a los díscolos, debe tener una explicación. ¿Quién es tan ingenuo para creer que los mismos funcionarios que imponen la obediencia ciega en sus negocios políticos, no advierten el manifiesto desgobierno en que se vive?

Las turbas necesitan desorden para exhibir su poder de daño, los policías corruptos y los jueces garantistas se benefician de una tolerancia laxa para regentear negocios clandestinos, los narcotraficantes lucran de la marginalidad, y así sucesivamente. Se trata de que, quienes habiendo fallado en el intento de sembrar la inseguridad para tomar el Estado y no dispuestos a tolerar los riesgos inherentes a una democracia segura, comprendieron que es más astuto hacer del Estado un eficiente proveedor de inseguridad.

El primer paso hacia la insubordinación contra este sistema, consiste en evitar la ingenua creencia pública de que este caos es fruto de ineptitud política, negligencia administrativa u obcecación ideológica, sino la astuta táctica gramsciana de crear un compost inestable, tenso y anárquico, en un grado de descomposición fértil para que los más audaces se impongan mediante resortes de violencia privatizados como instrumentos de control y disciplinamiento social.

* Diplomático de carrera y miembro del Club Político Argentino y de la Fundación Alem


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