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La crisis en Perú necesita una salida política, no legalista

En buena parte, el caos que se ve, además de la desidia de los peruanos para protestar, parece responder a la ausencia de esperanza política.

Por Jonathan Castro Cajahuanca *

La fiscal de la Nación de Perú, Patricia Benavides, ha presentado una denuncia constitucional ante el Congreso de la República contra el presidente Pedro Castillo. El fondo del asunto es sencillo de entender: supuestamente Castillo encabezaría una organización que aprovecha su posición en el Estado para beneficiarse ilícitamente de contratos públicos.

El mecanismo a emplear para denunciarlo, en cambio, no es tan sencillo: un artículo de la Constitución se debe interpretar de acuerdo a un tratado internacional para que diga lo contrario a lo que textualmente dice. El argumento es que, pese a que el artículo 117 establece cuatro únicos delitos por los cuales el presidente en funciones puede ser acusado, la Convención de la Organización de las Naciones Unidas contra la Corrupción avala que se añada a esa lista otros delitos, pues los Estados partes deben buscar un equilibrio apropiado entre las inmunidades que se otorgan a algunos funcionarios y la posibilidad de investigar, procesar y sancionar por delitos contemplados allí. Perú, por supuesto, nunca desarrolló legalmente ese equilibrio a nivel presidencial.

La discusión de interpretaciones legales es intensa, pero accesoria. Parto de una idea sencilla: las políticas públicas son complejas, pero las decisiones políticas tienen que ser fáciles de entender. Las y los votantes de Castillo tienen que entender por qué y cómo debe salir el presidente que eligieron. Usar un mecanismo ininteligible va a destruir aún más la democracia peruana.

Al ver las noticias en Perú, uno encuentra malabaristas que, acompañados de pitos y timbales, anuncian sus inventos para solucionar la crisis política: que un juez suspenda al presidente en funciones, reducir el número de votos para vacarlo, que la segunda vuelta no sea entre dos candidatos sino entre tres, y así. Algunas fórmulas llevan un tiempo, como la “negación fáctica” de la confianza al Gabinete Ministerial o el fraude electoral en mesas de sufragio. Pero otras son tan recientes que carecen de nombre, y para mencionarlas hay que señalarlas con el dedo.

Hemos pasado de buscar el outsider político al outsider legal para solucionar nuestros problemas.
En una democracia tradicional, los políticos y sus agrupaciones deberían asumir el costo de sus decisiones. Pero esta es una tierra de irresponsables. A estas alturas, Castillo no asume los costos de las suyas. Los colaboradores eficaces que tiene la fiscalía han lanzado acusaciones muy serias sobre la participación del presidente en la repartición de puestos a personas poco calificadas y de su entorno, así como en la recepción de entregas de dinero. Las imputaciones deben corroborarse, pero mantendrán la tormenta sobre el cielo de Palacio de Gobierno.

La respuesta del presidente ha sido aplicar la lógica de las manzanas podridas: la corrosión no está en el barril que las contiene, sino en unos cuantos malos elementos que se aprovecharon de su confianza, y a los cuales ha retirado tardíamente. Pero, hoy, su amateurismo para el cargo y la falta de un proyecto político consolidado han desencadenado el volumen de delitos que se le imputa a su gestión.

Cuando aún tenía legitimidad, Castillo debió buscar cuadros que ordenaran la casa: no solo administrativamente para poner funcionarios con experiencia en realizar cambios sociales —si es que realmente alguna vez los quiso hacer—, sino que también articularan políticas a futuro durante su administración. Pero ya es tarde, y el barril está podrido.

A estas alturas, la vía más sensata para cambiar el panorama es un adelanto de elecciones, una medida que requiere la voluntad de las dos terceras partes del Congreso. Es una cifra hasta ahora difícil de alcanzar, y es la misma que se requiere para vacar a Castillo, pero es la única forma de empezar un nuevo periodo reconfigurando el peso de las fuerzas políticas. Hay, por supuesto, parlamentarios que se oponen porque consideran que ganaron el derecho de ser representantes populares. Sin embargo, después de todo lo sucedido, sus intereses particulares deberían estar detrás del interés general de tener gobernabilidad.

Muchos de los otros barriles políticos que esperan ansiosos el momento de ser protagonistas también están purulentos. Algunos no asumen los costos de impedir una salida rápida, y otros no asumen haber sido una oposición tan fanatizada que desprestigió al Congreso, el poder que tiene las decisiones en sus manos. Lo que vendrá a continuación no debería ser entendido más que como un periodo de transición, seguramente muy caótico, en el que las fuerzas políticas se recompongan, higienicen y articulen programas sobre la visión del país.

En buena parte, el caos que se ve, además de la desidia de los peruanos para protestar, parece responder a la ausencia de esperanza política. Ninguno de los partidos ofrece un horizonte del país que quieren construir que cale en la población. Mucho menos tienen programas aterrizados. Quizás los últimos paradigmas que generaron un entusiasmo considerable fueron, desde la derecha, las reformas económicas del expresidente Alberto Fujimori en la década de 1990; y desde la izquierda, el Plan de la Gran Transformación de Ollanta Humala, quien tomó la presidencia en 2011. Pero ambos ya se encuentran desprestigiados y resultan insuficientes a estas alturas

El ejemplo más claro de esto sucedió el pasado 2 de octubre con el triunfo famélico de la opción de extrema derecha en la alcaldía de Lima, la capital del país y de la oposición a Pedro Castillo. Pese a que contaba con el respaldo de las élites y tiempo de exposición en medios, Rafael López Aliaga se convirtió en el alcalde electo con menor respaldo en las últimas cuatro décadas. Construyó un discurso con base al rechazo, pero no hubo ni un asomo realista a la ciudad que quería.

Algunas fuerzas del centro, y actores desde la academia, han intentado construir su visión programática del país. Pero denostan de la importancia del carisma de sus líderes, como si la sociedad peruana fuera a dejar de ser caudillista solo porque ellos lo quieren.

Ante esta ausencia de política, el Perú busca incesantemente solucionar sus problemas con medidas legales y que a la larga van a deteriorar más la confianza en la democracia peruana. Ese camino solo llevará a que se pudran no solo los barriles, sino el camión que los transporta.

*Periodista peruano. The Washington Post


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