La implosión demográfica es un asunto serio


El “modelo” socioeconómico característico de la civilización moderna dista de ser viable.  Está programado para autodestruirse dentro de cuatro o cinco generaciones.


Hasta hace apenas un par de meses, preocuparse por el colapso de la tasa de natalidad que está afectando a casi todos los países desarrollados era considerado propio de ultraderechistas obsesionados por la “pureza” de su etnia particular y por lo tanto asustados por la llegada de inmigrantes de tez oscura, pero cuando el régimen chino dio a conocer que su país también perdía población a un ritmo alucinante, políticos occidentales de diversas inclinaciones ideológicas coincidieron en que algo muy grave estaba ocurriendo.

Tienen razón; a menos que el género humano en su conjunto mantenga la tasa de natalidad por encima de 2,1 niños por mujer, no tardará en compartir el destino de los dinosaurios.  Aunque para algunos la desaparición de homo sapiens no sería una tragedia porque, además de ayudar a frenar el calentamiento global, podría beneficiar a formas de vida que a su juicio son menos destructivas, es de suponer que, tales misántropos aparte, los humanos preferiríamos imaginar que miembros de nuestra especie continúen viviendo por algunos milenios más.

¿Exageran aquellos que, como el multimillonario Elon Musk, dicen que es mayor el peligro planteado por la caída del número de nacimientos que el supuesto por los cambios climáticos y la propagación esporádica de patógenos contagiosos como el coronavirus?  Muchos especialistas en la materia insisten en que es positivo que se haya desactivado la “bomba poblacional” que motivaba temor hace algunas décadas, pero el panorama se modificó con tanta rapidez que les habrá costado adaptarse a la nueva realidad. 

Si sólo fuera cuestión de la resistencia a procrear de los habitantes de países ricos que no quieren tener hijos porque, entre otras cosas, cuestan mucho dinero y a menudo ocasionan molestias, la inmigración de personas más fecundas de lugares pobres serviría para resolver el problema aunque, claro está, provocaría otros. Sin embargo, hasta en las regiones más atrasadas del planeta está sucediendo algo muy similar. En todas partes, la escolarización de las niñas suele verse seguida por una caída abrupta de los nacimientos ya que, por motivos comprensibles, las jóvenes educadas no se sienten atraídas por el rol de esposa sumisa y madre que era normal en todas las sociedades conocidas hasta mediados del siglo pasado, pero que hoy en día les parece penosamente anticuado.

 Si bien en los países más golpeados por la esterilidad voluntaria – China, Corea del Sur, Japón, Italia, España, Alemania, Rusia y otros -, los líderes políticos entienden que se ven ante una crisis existencial y no vacilan en decirlo, esto no quiere decir que sepan cómo superarla. Por razones políticas, éticas y económicas, salvo en el Afganistán de los Talibán, los gobiernos no pueden impedir que las mujeres se eduquen o tratar de excluirlas de la fuerza laboral, pero a menos que logren hacer que la maternidad sea una opción mucho más atractiva de lo que claramente es para muchísimas mujeres, la población continuará achicándose, con cada vez más ancianos y menos jóvenes. Por desgracia, las matemáticas no mienten.

A esta altura, no cabe duda de que, a la larga, el “modelo” socioeconómico que es característico de la civilización moderna y que, con variantes, está extendiéndose al mundo entero, dista de ser viable.  Está programado para autodestruirse dentro de cuatro o cinco generaciones, o sea, dentro de relativamente poco. Si no se modifica drásticamente muy pronto, cuando los que en la actualidad están pasando por el colegio secundario se preparen para jubilarse, se encontrarán en una situación que podría ser tan caótica como las enfrentadas por los sobrevivientes del desplome del Imperio Romano y de algunas dinastías chinas. Huelga decir que los cambios demográficos tendrán consecuencias geopolíticas ingratas en un mundo que dista de ser tan pacífico como muchos quisieran creer. 

A los feministas más combativos no les gustará recordarlo, pero solamente las mujeres están en condiciones de tener hijos, lo que significa que el futuro de nuestra especie dependerá de su voluntad colectiva de procrear un promedio de por lo menos 2,1 bebes per cápita; se prevé que morirá aquel “0,1” de los nacidos antes de alcanzar la madurez.  Para que ello sea posible, sería necesario instrumentar muchas reformas económicas, sociales y, claro está, culturales, de las cuales algunas se verían repudiadas con indignación por activistas que están resueltos a convencernos de que carecen de importancia las diferencias biológicas entre los dos “géneros” – los hay que dicen que los “géneros” se cuentan por docenas –, y que, en su opinión, los únicos que las toman en serio son reaccionarios que sienten nostalgia por la tiranía del “patriarcado”.


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