Miguel Russo: morir con las botas puestas

No tengo memoria de un técnico que haya muerto en funciones, como si fuera un Papa.
Y menos aún que, sabiendo todos —él, su cuerpo técnico y los dirigentes— del avance de una enfermedad que lo acompañó durante ocho años, se lo haya mantenido en su cargo hasta el final.
En el fútbol profesional, donde el entrenador suele ser el primer fusible, el chivo expiatorio del mal resultado, lo de Miguel Ángel Russo fue una excepción. Un gesto de respeto en un ámbito donde lo habitual es el olvido.
Tampoco es común que un jugador haya desarrollado toda su carrera en un solo club —Estudiantes de La Plata, de 1975 a 1988— y que, como técnico, haya pasado por casi todo el mapa futbolero: Lanús, Estudiantes, Rosario Central, Vélez, Boca, Racing, San Lorenzo, Colón, Los Andes, Morelia, Universidad de Chile, Cerro Porteño, Alianza Lima, Millonarios, Al Nassar… y, sin embargo, haya logrado identificarse con todos y con ninguno del todo a la vez.
Hay que tener una personalidad particular para que, al partir, todos los clubes, incluso los que no dirigió, y todos los jugadores, incluso los que nunca entrenó, lo reconozcan con afecto.
Eso, en un país fracturado por las grietas y el exitismo, ese camino transversal es casi un recorrido inimaginable.
Porque Russo fue, ante todo, un trabajador. Un tipo que no necesitaba gritar para hacerse escuchar, ni polemizar para hacerse notar. Un hombre que supo ganarse el respeto sin soberbia, en un ambiente donde el ego es moneda corriente.
A lo largo de su trayectoria obtuvo una Copa Libertadores, dos Copas de la Liga, dos campeonatos de Primera División, tres Nacional B, una Superliga de Colombia y otro título en ese país.
Nunca dirigió la selección nacional y su padre deportivo, Carlos Salvador Bilardo, lo dejó afuera de la lista del Mundial de 1986, a último momento.
Horacio Pagani lo describió con precisión: “Un hombre de barrio, bohemio, bueno, que no comprometía a nadie con sus declaraciones”. Un tipo que venía de una infancia dura, que fue fuerte como jugador, muy de la escuela de Estudiantes”.
Era noctámbulo, amigo de sus amigos, de cafés y charlas largas, respetuoso hasta el extremo. Un estratega que no hablaba de pizarras, sino de personas. Le importaba más la nobleza del jugador que el esquema táctico.
Trabajó hasta el último día que pudo. Cuando volvió de Colombia, tras un tiempo complicado de salud, reapareció con la misma entereza de siempre, más unos años después la enfermedad recrudeció y aun así siguió adelante.
Su despedida en la Bombonera fue apoteótica: siete cuadras de cola, gente de todos los equipos con sincero agradecimiento.
Su hijo Nacho, apenas tres días después jugando para Tigre frente a Ñuls en Rosario, convirtió un gol y se lo dedicó al cielo: fue un homenaje inolvidable, nacido del amor y del orgullo.
Russo eligió morir con las botas puestas, como un soldado de su vocación. Alguna vez declaró que sin un día no besaba la pelota, era porque todo había acabado.
Y esa hora finalmente llegó, acompañada de un profundo mensaje: que la dignidad también se entrena, que la nobleza no se negocia y que, aun en un mundo de resultados, lo más importante sigue siendo jugar la vida con lealtad.
*Abogado. Prof. Nac. de Educación Física. Docente Universitario. angrimanmarcelo@gmail.com.

No tengo memoria de un técnico que haya muerto en funciones, como si fuera un Papa.
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