Nuevo diseño curricular de Neuquén: inclusión en el papel, exclusión en la realidad

Sin una redistribución de carga horaria de los docentes o la presencia de equipos técnicos que acompañen, las exigencias que impone el nuevo sistema se vuelven insostenibles

. Foto: archivo.

En la provincia de Neuquén, el nuevo diseño curricular se presentó como una herramienta de modernización e inclusión. La promesa era clara: una escuela más equitativa, capaz de reconocer la diversidad y de formar estudiantes críticos y competentes para los desafíos contemporáneos. Sin embargo, a tres años de su implementación, el balance que emerge de las entrevistas con docentes y la observación de su aplicación revela una paradoja inquietante: aquello que debía abrir oportunidades ha terminado, en muchos casos, profundizando desigualdades y exponiendo a los docentes a un escenario de mayor fragilidad profesional.

No se trata de un error de intenciones. El diseño, leído en abstracto, propone ejes valiosos: enfoque por competencias, integración de saberes, evaluación formativa, atención a la diversidad. El problema surge cuando estos principios se trasladan al aula sin un correlato en recursos, acompañamiento y políticas integrales. Las voces docentes lo expresan con una mezcla de resignación y frustración: “Nos piden personalizar, diversificar y contener… pero con los mismos tiempos, las mismas aulas y, a veces, menos apoyo”. Esta brecha entre el papel y la realidad convierte la inclusión en un ideal inalcanzable para muchos contextos, y lo que parecía integrador se transforma en un nuevo filtro.

El docente, en este marco, queda en una posición vulnerable. No solo porque debe reinterpretar y aplicar lineamientos complejos sin una formación situada y sostenida, sino porque la carga de hacer posible la inclusión recae casi exclusivamente sobre su esfuerzo individual. Adaptar materiales, atender necesidades específicas, incorporar tecnología y rediseñar evaluaciones son tareas que demandan tiempo y energías adicionales. Sin una redistribución de carga horaria o la presencia de equipos técnicos que acompañen, estas exigencias se vuelven insostenibles.

La consecuencia es que la “inclusión” se convierte en un ejercicio desigual: se logra en aquellas escuelas con más recursos y capital humano, mientras que en las zonas más vulnerables se cristaliza como una exclusión más sofisticada. A esto se suma un efecto silencioso pero potente: la homogeneización que pretende unificar criterios de enseñanza en toda la provincia termina ignorando realidades culturales, lingüísticas y socioeconómicas. Comunidades rurales, contextos interculturales o zonas con altos índices de pobreza enfrentan un currículo que no siempre dialoga con sus saberes ni con sus posibilidades materiales. El resultado es un diseño curricular que, en nombre de la igualdad, invisibiliza la diversidad real y deja a algunos estudiantes en un lugar de permanente desventaja.

La evaluación agrava esta tensión. Aunque el diseño proclama enfoques formativos, persiste una presión por mostrar resultados cuantificables. Esto obliga a cumplir con indicadores que a veces contradicen el espíritu inclusivo, generando avances “administrativos” que no siempre reflejan aprendizajes genuinos. El docente queda atrapado entre el mandato de garantizar inclusión y la necesidad de sostener métricas que aseguren promoción, sin contar con las herramientas para que ambos objetivos se encuentren.

En este panorama, la vulnerabilidad docente deja de ser un asunto individual para convertirse en un síntoma institucional. Es el reflejo de un sistema que descarga en el aula —y en la persona del docente— la responsabilidad de políticas que deberían sostenerse en una red más amplia: infraestructura adecuada, equipos de apoyo pedagógico y socioemocional, formación continua en contexto, y un vínculo estrecho con las comunidades. Sin estas condiciones, la inclusión prometida queda enunciada en documentos oficiales, mientras en el terreno crece la desigualdad.

Reconocer esta paradoja no implica renunciar al diseño curricular ni a sus principios, sino reorientar la política educativa para que su implementación deje de producir exclusión. Esto supone asumir que la inclusión no es solo un enfoque pedagógico, sino un compromiso institucional y comunitario que necesita inversión, tiempo y corresponsabilidad. Los docentes no temen al cambio; temen a la soledad en la que muchas veces deben enfrentarlo. Transformar esa soledad en red es, probablemente, el primer paso para que la inclusión deje de ser una consigna y se convierta en una realidad tangible.

* Profesora nivel medio, doctorando en Historia.


. Foto: archivo.

En la provincia de Neuquén, el nuevo diseño curricular se presentó como una herramienta de modernización e inclusión. La promesa era clara: una escuela más equitativa, capaz de reconocer la diversidad y de formar estudiantes críticos y competentes para los desafíos contemporáneos. Sin embargo, a tres años de su implementación, el balance que emerge de las entrevistas con docentes y la observación de su aplicación revela una paradoja inquietante: aquello que debía abrir oportunidades ha terminado, en muchos casos, profundizando desigualdades y exponiendo a los docentes a un escenario de mayor fragilidad profesional.

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