Palabras que se han vaciado de sentido en la política
Por motivos que tienen que ver con la moda intelectual de turno, algunos epítetos son considerados positivos y dan prestigio, mientras que otros tienen connotaciones negativas.
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A Javier Milei le gusta decir que es el único mandatario “anarco-capitalista” del planeta. También da a entender que el programa que está aplicando no tiene precedentes históricos. ¿Por qué, pues, aceptó ser anfitrión de la reunión de La Conferencia de Acción Política Conservadora que se celebró hace poco en Buenos Aires? Después de todo, sería difícil concebir una filosofía menos conservadora que la de un presidente que, con su motosierra emblemática en la mano, está procurando hacer trizas de las estructuras políticas y sociales existentes para remplazarlas por otras que sean radicalmente nuevas.
Parecería que Milei, como los demás asistentes al encuentro cosmopolita, entre ellos la nuera de Donald Trump, está buscando un nombre para el lugar que ocupa en el mapa ideológico que sea menos propenso a motivar malentendidos que “derecha” o “ultraderecha”.
A través de los años, casi todas las palabras que usan los interesados en temas políticos han adquirido connotaciones que están reñidas con su sentido original.
Es lo que ha ocurrido a “derecha” e “izquierda”. Puede que en los días de la Revolución Francesa aún significaban algo, pero no tardaron en verse contaminadas por propagandistas. De éstos, los más exitosos fueron los soviéticos que, al caducar el pacto que habían firmado con Hitler, se las ingeniaron para exagerar las diferencias entre el comunismo y el nazismo.
Lograron convencer a virtualmente todos de que eran polos opuestos sin nada en común para entonces proceder a calificar de “socialfascistas” a sus inofensivos adversarios socialdemócratas.
A partir de aquel momento, tildar de derechista a alguien ha sido una buena manera de insinuar que simpatiza con los nazis, razón por la cual en la reciente campaña electoral estadounidense, los partidarios de Kamala Harris trataron a Trump como Hitler redivivo porque no comulgaba con la ortodoxia progresista imperante.
Con todo, aunque “derecha” tendría resonancias ingratas, lo mismo no sucedió con “izquierda”. A pesar de las atrocidades parecidas a las de los nazis que, en una escala aún mayor, perpetraron Lenin, Trotsky, Stalin y compañía, aún es habitual tomar “izquierdista” por un sinónimo de “progresista”, otra palabra cuyo sentido actual se ha alejado del propuesto por los diccionarios.
En Estados Unidos y Europa, muchos que se enorgullecen de sus supuestos sentimientos progresistas apoyan a organizaciones yihadistas y fanáticamente antisemitas como Hamás que, además de querer restaurar las costumbres de más de un milenio atrás, están resueltos a tratar a las mujeres como esclavas y desprecian la idea de que pueda haber derechos humanos.
Para justificar tales actitudes, los líderes intelectuales de la versión actual del progresismo dividen a los integrantes del género humano entre “opresores”, es decir, hombres de ascendencia europea que aún no se han arrepentido de sus pecados ancestrales, y todos los demás que serán víctimas del colonialismo, imperialismo, racismo, sexismo y otros males.
Por motivos que tienen más que ver con la moda intelectual de turno que con otra cosa, algunos epítetos son considerados positivos y confieren prestigio, mientras que otros tienen connotaciones negativas. Para el presidente Milei, “socialista” es un insulto demoledor que emplea con frecuencia. Desde su punto de vista, con la excepción de los “anarco-capitalistas”, todos los políticos son “socialistas” porque creen que las estructuras estatales son tan necesarias para un país como son los huesos para un ser humano.
La confusión verbal imperante en el mundo de la política dista de ser un fenómeno nuevo. Más de un siglo antes de que Napoleón pusiera fin al “Sacro Imperio Romano Germánico”, una entelequia fantasmal que en teoría había existido desde hacía mil años pero no era más que una multitud de entidades políticas independientes, Voltaire pudo señalar que “ni era sacro, ni romano ni imperio”. Algo parecido podría decirse de “La República Democrática Alemana” que fue inventada por la Unión Soviética.
Huelga decir que la Argentina ha sido pródiga en contradicciones de este tipo. Durante décadas, quienes se afirmaban “liberales” solían ser autoritarios que respaldaban a dictaduras militares.
En su juventud, el peronismo era un movimiento “derechista”, pero por motivos de imagen los kirchneristas decidieron que les convendría ser “izquierdistas”, emulando así a los radicales que se habían incorporado a la Internacional Socialista. Por su parte, los “progresistas” locales suelen ser defensores firmes del llamativamente retrógrado “modelo” corporativista, populista y estatista que el “conservador” Milei está procurando desmantelar.
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A Javier Milei le gusta decir que es el único mandatario “anarco-capitalista” del planeta. También da a entender que el programa que está aplicando no tiene precedentes históricos. ¿Por qué, pues, aceptó ser anfitrión de la reunión de La Conferencia de Acción Política Conservadora que se celebró hace poco en Buenos Aires? Después de todo, sería difícil concebir una filosofía menos conservadora que la de un presidente que, con su motosierra emblemática en la mano, está procurando hacer trizas de las estructuras políticas y sociales existentes para remplazarlas por otras que sean radicalmente nuevas.
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