¿Por qué la guerra?

Martín Lozada

* Doctor en Derecho (UBA) – Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN

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La sangrienta invasión a Ucrania actualiza la correspondencia epistolar que mantuvieron al respecto dos figuras notables del siglo XX: Albert Einstein y Sigmund Freud.


La sangrienta invasión sobre Ucrania y la comisión de recurrentes crímenes de guerra perpetrados en su territorio, actualizan la correspondencia epistolar que mantuvieron dos figuras notables del siglo XX: Albert Einstein y Sigmund Freud.

Ambos se habían conocido a comienzos de 1927 en Berlín. Años después, durante el verano de 1932, Einstein le escribió a Freud a instancias de la Sociedad de las Naciones y de su Instituto Internacional para la Cooperación Intelectual, con sede en París.

En este contexto nació una de las experiencias de debate ético-político más interesante del siglo en torno a la guerra, a las formas autodestructivas y a la paciente construcción de la paz por parte de las instituciones políticas.

Einstein fue al grano e interrogó al creador del psicoanálisis: “¿hay alguna manera de liberar a los seres humanos de la fatalidad de la guerra?”. Ésta era para él la pregunta más importante de las que se le plantean a la civilización, a raíz de la aparición históricamente recurrente de la guerra.

El físico alemán ya había dado para entonces muestras de su preocupación pacifista. Formaba parte desde 1922 del Instituto Internacional para la Cooperación Intelectual de la Sociedad de las Naciones. En 1925 había firmado junto a Gandhi un manifiesto contra el servicio militar, y en 1930, durante su segunda estancia en California, se pronunció en favor del desarme mundial.

En su breve carta a Freud se define a sí mismo como una persona inexperta en temas psicológicos que, no obstante, intuye que la matriz del problema debe buscarse en los “meandros de la vida de los instintos humanos”.

Teniendo en cuenta esa dimensión apenas explorada pretende obtener respuesta en torno a si es posible dirigir el desarrollo psíquico de los seres humanos a fin de que estos se vuelvan más resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción.

Años antes, en su obra titulada “El Porvenir de una Ilusión” (1927), Freud se había referido a la agresividad inherente a la condición humana, dando por hecho que los impulsos hostiles resultan un elemento constitutivo de todos los miembros de la raza humana. Tal vez mucho más cercanos a la naturaleza de los hombres que los importantes esfuerzos destinados a su resistencia y control.

A la hora de contestar su carta a Einstein, dejó en claro que desde su perspectiva hay algo que predispone a los seres humanos a la guerra. Y que este algo debe buscarse en el interior del vasto mundo pulsional analizado por el psicoanálisis.

Ese universo, afirmó, se encuentra dividido en dos pulsiones fundamentales: las eróticas, que tienden a conservar y a unir, y las agresivas, que conducen a destruir y a matar. Entre una y otra el límite es muy lábil, y su relación muy compleja.

Concluyeron que una de las soluciones posibles al fenómeno de la guerra es la “organizativa”. La cual radica en la fórmula contractualista que sugiere la conveniencia de construir un ordenamiento jurídico supraestatal capaz de imponer sus decisiones de forma coactiva.

Coincidieron con Hans Kelsen en cuanto a que la soberanía de los Estados es el verdadero obstáculo al pacifismo jurídico. Y sostuvieron que es tarea del jurista y del político deconstruir la categoría “soberanía”, por cuanto allí reside el egoísmo posesivo generador de guerras y hostilidades internacionales.

Sin embargo, la posición de Freud fue más allá: no puede confiarse el problema de la guerra exclusivamente a la reglamentación jurídica porque la violencia reaparece incluso en las formas y prácticas del derecho.

Reconoció que si bien no se puede impedir normativamente la realidad de la guerra, quizá su prohibición legal pueda hacer nacer, si no un principio de esperanza diferente, al menos una conciencia mejor.

El encuentro entre aquellos dos hombres memorables se produjo en una Europa desencajada a raíz del dolor causado por la primera Gran Guerra. Esa frustración, pero también la que nos habita en estos días, revitaliza este diálogo y lo convierte en un clásico indispensable de la cultura de la paz.

*Doctor en Derecho (UBA). Profesor titular de la Universidad Nacional de Río Negro (UNRN)


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