Populistas en apuros

Los “modelos” populistas, como los instalados en Venezuela y la Argentina, son autodestructivos. Para continuar funcionando necesitan contar con ingresos cada vez mayores, pero quienes los aprovechan son contrarios por principio a reformas que servirían para mejorar la productividad. Por lo tanto, dependen del dinero aportado por la naturaleza, es decir, por el petróleo en el caso venezolano y por el campo, sobre todo por la soja, en el nuestro, pero tarde o temprano no habrá suficiente como para satisfacer a las clientelas multitudinarias que a cambio de subsidios u otros beneficios les suministran votos. A pesar de poseer reservas petroleras que según algunos son las más ricas del mundo entero y que aseguraron al extinto caudillo Hugo Chávez “una caja” de proporciones fabulosas, Venezuela ya se parece a un país en bancarrota que ni siquiera está en condiciones de alimentar adecuadamente a una franja creciente de la población, puesto que tiene que importar casi todo. Del mismo modo, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se las ha arreglado para hacer subir el gasto público hasta tal punto que no le cabe más alternativa que la de intentar frenar su expansión. Asimismo, en ambos países la inflación se ha aproximado al 30% anual y parece destinada a seguir acelerándose. Para minimizar el impacto político de su propia inoperancia, sendos gobiernos achacan todas las dificultades que están amontonándose a sus adversarios locales y al mundo exterior que, por motivos evidentes, no los quiere. Huelga decir que no les está resultando nada fácil convencer a la ciudadanía de que es víctima de una siniestra conspiración urdida por traidores vinculados con intereses extranjeros, de ahí la histeria que, a juzgar por su conducta y su forma de expresarse, se ha apoderado tanto del flamante presidente venezolano Nicolás Maduro como de Cristina y los integrantes de sus respectivos gobiernos. Los dos están procurando hacer creer que están defendiendo al “pueblo” contra quienes quisieran privarlo de lo poco que tiene, pero sus esfuerzos no están brindando los resultados previstos. En Venezuela, las recientes elecciones en que, según las cifras oficiales, se impuso Maduro por un margen muy estrecho sobre su contrincante Henrique Capriles Rodonski, presagiaron el fin definitivo de la alocada “revolución bolivariana”, mientras que en la Argentina abundan las señales de que el kirchnerismo está perdiendo con rapidez el apoyo de su clientela del crónicamente deprimido conurbano bonaerense. Para que el oficialismo lo recuperara, el país tendría que disfrutar de una nueva bonanza económica, pero lo más probable es que se hunda en una recesión exasperante que destruya fuentes de trabajo y reduzca todavía más ingresos que ya son magros. Con el propósito de fortalecer su poder, Maduro y Cristina han optado por anteponer sus hipotéticas “revoluciones” al respeto por las reglas democráticas. Los dos “van por todo”. De ser Venezuela una democracia cabal, Maduro, desprovisto de la ventaja que le dio su monopolio de los gigantescos recursos del Estado, hubiera perdido las elecciones del 14 de abril, de suerte que es lógico que haya decidido alejarse de las normas que en teoría rigen en su país. También lo es que Cristina y sus militantes hayan redoblado sus esfuerzos por aplastar la prensa aún independiente y demoler lo que todavía queda de la autonomía judicial. Por ser el populismo una modalidad que, como una burbuja, es inherentemente incapaz de perpetuarse, Maduro y Cristina no podrán sobrevivir por mucho tiempo en un medioambiente democrático, pero tampoco podrían resignarse a verse reemplazados por otros, como suele suceder en países con instituciones sanas, porque en tal caso se verían obligados a rendir cuentas por lo hecho por ellos, y por sus cómplices, cuando se creían impunes. Es por esta razón que los dos regímenes populistas más importantes, y más perversos, de la región se están despidiendo de la democracia tal y como la entienden en el resto del planeta. Si bien parece poco probable que logren intimidar tanto a sus sociedades respectivas que consigan mantenerse en el poder por muchos años más como pretenden, aún les quedará bastante tiempo en que asegurar que la tarea que les aguarda a sus sucesores sea terriblemente ardua.


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