Racismo y xenofobia, lacra cotidiana

CRISTINA B. GARCÍA VÁZQUEZ (*)

El mundo se conmueve una vez más con hechos aberrantes como lo sucedido en Toulouse. Pareciera ser una historia sin fin, que hace explosión en atentados como el mencionado o el de la AMIA o la Embajada de Israel, por mencionar algunos ejemplos. Desgraciadamente, la lista de éstos es interminable. Pero afirmar que el racismo y la xenofobia son una lacra cotidiana es ir más allá de estos episodios que nos duelen, es reconocer que la discriminación hacia un otro cultural y racial constituye una práctica diaria que se enmascara con expresiones como “yo no soy racista”, hasta que el encuentro con el otro hace aflorar toda una diversidad de prejuicios etnorraciales, de clase, de género, etcétera, que se internalizan desde las edades más tempranas y que llevados a la práctica generan una pluralidad de formas de discriminación, manifestándose en situaciones sociales tan diversas y abismales como un simple encuentro en la calle o la forma más extrema de discriminación, como lo es el genocidio. Viejas prácticas para las que no hace falta remontarse en el tiempo, porque siguen siendo una amenaza permanente que crece mientras aumentan disposiciones de la ONU como, por ejemplo, decretar el 21 de marzo como Día de la Eliminación de la Discriminación Racial. Convengamos en que de buenas intenciones está plagado el mundo, pero hace falta mucho más. El siglo XX es el ejemplo más elocuente de la violencia que destruye al otro con artilugios ideológicos para justificar las masacres de miles de seres humanos. No hay que olvidar el genocidio armenio durante la Primera Guerra Mundial, los ataques de Stalin a grupos étnicos en URSS, los nazis asesinaron a 5 o 6 millones de judíos, millones de refugiados producto de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, en Burundi (África) los tutsis masacraron a 200.000 hutus en 1972, el genocidio de Ruanda en 1994 –en donde se planteó una nueva “solución final” de parte de los hutus que masacraron brutalmente a los tutsis y hutus moderados– y podríamos seguir mencionando ejemplos. La Europa de finales del XX presenció uno de lo conflictos más violentos con la guerra en la ex Yugoslavia. China no se queda atrás. Y qué decir de los pueblos originarios y migrantes en América y en nuestro país y de los migrantes que pretenden ingresar a España, Francia, Estados Unidos, entre otros. Tengamos presente los asesinatos de los dos miembros del pueblo Q’om (Formosa) en el 2010, hoy y aquí, en Argentina. Esto abre un gran signo de interrogación cuando pensamos en los derechos humanos y demuestra la divergencia creciente entre la enunciación y la práctica efectiva. Como lo afirma Roberto Espósito en su libro “Tercera persona. Política de la vida y filosofía de lo impersonal”: “Si con esta (la) expresión (de los derechos humanos) se quería aludir al ingreso de la entera vida humana en el ámbito protector del derecho, nos vemos obligados a admitir que ningún derecho está hoy menos garantizado que el derecho a la vida”. Hay quienes en el campo de las ciencias sociales afirman que estamos frente a una sociedad desconocida por su alto grado de complejidad. De lo que no tenemos duda es que los episodios mencionados son producto de una violencia institucionalizada que se genera “desde arriba” y se desvía hacia los sectores subalternos, caracterizados por su carácter multiétnico. Violencia que enmascara, miente e invisibiliza una pluralidad de causas económicas, políticas, sociales que se ocultan bajo la hipócrita máscara de conflictos raciales o étnicos El Estado puede generar tanto el bienestar y la paz como la violencia más extrema y la marginalidad social. En el contexto del capitalismo global, el discurso político, frente a conflictos etnorraciales, pareciera adoptar dos formas: o canaliza sus culpas hacia un otro, llámese chileno, boliviano, indio, judío, musulmán, con claras connotaciones xenófobas y racistas, o las deposita en el rival político de turno o en el que fue su antecesor (los racistas siempre son los otros). Sin reconocer que las responsabilidades son compartidas. Tengamos presente lo sucedido en el Parque Indoamericano en diciembre del 2010. En esta lógica discursiva se encuentra la figura del Estado-nación que desde finales del siglo XX ha comenzado a tambalear. Durante más de doscientos años los Estados han tratado de imponer una identidad nacional sobre las diversas poblaciones que ocupaban sus territorios. La caída del Muro de Berlín, metáfora de fronteras ideológicas y políticas que obstaculizaron tanto de un lado como del otro las identidades colectivas e individuales, tuvo como consecuencia el resurgimiento de las identidades étnicas y la profundización de los movimientos poblacionales. Lo cierto es que, hoy más que ayer, los otros están entre nosotros y nosotros entre ellos. Y esto no es nuevo. La diferencia es que nuestra percepción de tiempo y espacio se ha modificado abruptamente de la mano de la globalización y los pueblos que creíamos lejanos hoy los sentimos más cerca, y esto a muchos incomoda, sobre todo en un país como Argentina que se sigue creyendo “blanco, europeo y occidental”. Podemos afirmar que las ciudades se han convertido en el termómetro del mundo de hoy: millones de migrantes, refugiados y desplazados entran en contacto cuestionando la homogeneidad cultural del Estado-nación y marcando una tendencia que parece irreversible: la de la etnización de lo nacional. Frente a esto no hay muchas respuestas; una de ellas proviene de los pueblos que históricamente ocuparon el papel de dominados. Nos referimos a la interculturalidad que promueven los pueblos indígenas y migrantes, es decir aquella que se construye “desde abajo” y que brega por el reconocimiento de sus derechos culturales. La universalización del capitalismo impone una “sociedad universal” transnacional que recién comenzamos a vislumbrar. Los efectos del paso de la nacionalización de la etnia a la etnización de lo nacional pueden ser dispares y contradictorios. Pero en ambos procesos, las tensiones, conflictos y violencia han generado millones de muertes. El paso de una configuración a otra puede ser muy doloroso. Lo cierto es que los episodios como el de Toulouse demuestran que el odio racial, étnico y religioso tiene una larga historia, como también la tiene la utopía posible de una sociedad más justa y solidaria. Depende de todos hacia dónde se incline la balanza. No basta con denunciar el racismo y la xenofobia, no basta con anunciar una sociedad más justa que respete las diferencias; hay que hacerla posible en cada uno de nuestros pequeños o grandes espacios sociales. Nos preguntamos, como lo hace el filósofo argentino Oscar del Barco: “¿Hay que deponer los sueños ante la potencia despiadada de lo real?”. (*) Doctora en Antropología Social. Docente a cargo del Seminario de Diversidad Cultural, Etnicidad y Discriminación. Fadecs-UNC


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