Rasgos estilizados de la economía global
ROBERTO KOZULJ (*)
El desempeño de la economía mundial por grandes regiones ha venido presentando, desde la década pasada, rasgos por los cuales se ha comenzado a utilizar cada vez con mayor frecuencia el término “economía de dos velocidades”. Este comportamiento económico ha tenido importantes y dispares consecuencias sobre el desenvolvimiento de cada uno de los países de América Latina y el Caribe, así como sobre un amplio conjunto de aspectos vinculados a la demanda de alimentos, minerales y energía. Sobre esta base muchos han crecido y, con crecimiento, se puede reducir un poco la pobreza aun sin políticas activas. El ingreso de China a la Organización Mundial del Comercio (OMC) se produjo recién en el 2001, cuando el conjunto de países que representaban más del 70% del PBI mundial ya lo habían hecho. Muchas han sido las consecuencias de este cambio que, sin ser paradigmático, ha revolucionado la economía mundial, algo que la crisis opaca. Mientras que la economía mundial creció entre el 2000 y el 2010 un 34%, el comercio mundial lo hizo en más de 90%. Las exportaciones desde China al resto del mundo superaron en valor desde el 2007 a las de Estados Unidos. La participación de aquel país en el total del comercio global trepó de sólo 3,9% en el 2000 a más del 10,4% en el 2010, mientras que la de EE. UU. alcanzaba poco más del 8% de un comercio triplicado en volumen en sólo diez años. Así, cerca del 80% del incremento de la producción industrial mundial se produjo fuera de los países centrales, especialmente China, India y Brasil. El traslado de la producción industrial creciente, atribuido al bajo costo de la mano de obra junto a regímenes políticos que de algún modo favorecieron la sólida formación de ingenieros y mano de obra especializada, tuvo como contrapartida un proceso de exportación de capitales y tecnología desde los países centrales hacia estas economías, proveedoras al resto de bienes manufacturados a menor costo y con grandes posibilidades de captura de rentas mercantiles. Otra cara de esta expansión territorial de la sociedad industrial se visualiza muy específicamente en una acelerada urbanización a escala global, la que en última instancia potencia el crecimiento interno de los países que marcan el ritmo de esa economía “a dos velocidades”. Entre 1995 y el 2010 China e India han dado cuenta del 44% del incremento estimado de población que vive en centros urbanos de más de 750.000 habitantes, mientras que el conjunto de las otras economías del mundo en desarrollo lo han hecho en un porcentaje casi similar y el mundo desarrollado en sólo un 10%. En poco más de una década no menos de 400 millones de habitantes se incorporaron a escala mundial al estilo de vida propio de grandes urbes, sobre un total de 950 millones de nuevos habitantes urbanos que van asumiendo pautas de consumo moderno. Estos hechos no fueron por cierto ajenos a las grandes transformaciones en la demanda de commodities, al alza de sus precios desde el 2003 a la fecha y al extraordinario crecimiento de dos bloques dentro de América del Sur (entre ellos Argentina y Brasil en el sur y Bolivia, Ecuador, Venezuela y Perú en el área andina). Por el contrario, Mesoamérica, dominada por el comportamiento de México, sufrió un fuerte revés en tanto su acople a la manufactura estadounidense acusó de inmediato el impacto de las pautas del comercio mundial reflejadas en la caída de las exportaciones de EE. UU. De modo paralelo los cambios en las pirámides de edad ocurridos en los países centrales marcan otra diferencia irreversible: mientras que en los países desarrollados la población de más de 64 años constituye 18% del total (21% en Europa), la proporción en todo el resto del mundo es de 6%. Asimismo la población hasta 14 años es sólo 16% en los países desarrollados, pero 31% en el resto. A medida que la urbanización global avanza, también lo hace la demanda de servicios de todo tipo, pero en especial de salud, educación, seguridad y justicia, sectores donde es difícil incrementar la productividad sin disminuir la calidad de estos servicios o bien negar el acceso universal, un pilar del ideario igualitario y democrático. Todo ello apunta a una necesidad creciente de gasto público, en un clima de aversión a pagar impuestos por parte de los que más tienen (un increíble exceso de ahorro sobre inversión real desde 1975 a la fecha), pero también en un clima de negocios caracterizado por un vertiginoso ritmo de obsolescencia tecnológica que implica la necesidad de recuperar inversiones en plazos menores, lo que plantea serias dificultades para distribuir el ingreso y también para reproducir y mantener el valor del capital acumulado (la inflación de activos no libera de pérdidas de poder de compra relativo). No es casual que frente a la crisis global desde el 2008 a la fecha las recetas de ajuste sólo incrementen los problemas de exclusión social, mientras que las políticas expansivas son frenadas por falta de demanda solvente (¿ o no se trata de ello la crisis del sector inmobiliario?). La crisis de desempleo, cualquiera sea el grado en que la tasa se manifieste en cada país, es el doble para los jóvenes. Si los sistemas previsionales obligan a un retiro más tardío como forma de sostenerlos –tal como propone Christine Lagarde desde el FMI– ello implicaría una mayor oferta de mano de obra para un empleo cada vez más escaso. Frente a estas realidades las lecturas tradicionales no pueden sino fracasar. En primer lugar la transición agricultura-industria-servicios que experimentan benévolamente las economías emergentes aún continuará durando unos años. Pero ese ciclo fue completado en los países centrales y muchos otros que saben que el destino transicional subsiguiente puede ser, con mucha facilidad, la marginalidad urbana. La parcial desindustrialización de los países desarrollados –irreversible si se desea ampliar mercados a escala mundial– no hace sino incrementar dicha marginalidad en el norte rico, ya que no existen nuevos sectores para absorber empleo. Desacoplar el ingreso de la contribución al producto puede ser costoso y el sistema financiero se basa en reglas muy rígidas, para no decir anticuadas. En fin, mientras que existe una fe ciega en que esto es sólo parte de un ciclo más, algunos comienzan a sospechar que se trata de un verdadero cambio de era. Ni las instituciones ni el pensamiento parecieran hallarse a la altura de los desafíos. Tal vez porque los éxitos inmediatos hacen perder de vista la brevedad de la modernidad y, para los que ingresan en ella, lo que significa su manutención en el largo plazo una vez construida. (*) Director de la Escuela de Economía, Administración y Turismo de la Sede Andina de la UNRN
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