Reformas sindicales

Puesto que las diferencias entre las regiones y las empresas que están activas en una rama de actividad son tan grandes, carece de sentido intentar negociar convenciones nacionales.

Aunque ya es tradicional que según las encuestas de opinión los gremios figuren entre las instituciones más despreciadas del país porque a juicio de una mayoría abrumadora sus jefes están más preocupados por el estado del patrimonio propio que por el destino de quienes supuestamente representan, hasta ahora ningún gobierno se ha animado a modificar el régimen jurídico destinado a conservar el statu quo, sin duda porque los funcionarios de turno no tardan en convencerse de que les convendría más pactar con las cúpulas existentes que arriesgarse impulsando reformas. Con todo, puede que algo esté por modificarse. El gobierno del presidente Fernando de la Rúa se ha propuesto eliminar aquella curiosidad legal conocida como la «ultraactividad» conforme a la cual un acuerdo mantendría su vigencia hasta las calendas griegas si una de las partes se negara a renegociarlo y también, lo que es más importante aún, impulsar cambios destinados a permitir que haya más de un sindicato con «personería gremial» por actividad, sistema de origen netamente fascista que fue establecido por el primer gobierno del general Juan Domingo Perón con el propósito de fortalecer a sus adictos de la «rama sindical» de su movimiento. De más está decir que el principio de un solo sindicato por actividad ha merecido el repudio de la Organización Internacional del Trabajo por cercenar de manera flagrante el derecho de los obreros a organizarse tal como se les antoje, pero ha regido tanto tiempo en nuestro país que pocos se dan cuenta de que se trata de un vestigio autoritario anacrónico que debería eliminarse cuanto antes.

Para muchos, la voluntad de la ministra de Trabajo, Patricia Bullrich, de impulsar reformas de este tipo se inspira más que nada en su deseo de anotarse algunos puntos en su conflicto permanente con los jefes de la CGT encabezado por Rodolfo Daer y de los «disidentes» liderados por el camionero Hugo Moyano. Es probable que estén en lo cierto, pero esto no quiere decir que los cambios que ha anunciado sean meramente oportunistas. Por el contrario, de aplicarse las reformas, podrían comenzar a producirse cambios significantes en el deprimente panorama gremial que, a la luz de la reputación colectiva de los dirigentes actuales, deberían culminar con el desplazamiento de centenares de individuos generalmente considerados corruptos, por una nueva generación de sindicalistas de actitudes muy distintas. Puede que desde el punto de vista de aquellos empresarios que se hayan acostumbrado al statu quo el recambio así supuesto entrañara un sinfín de riesgos porque no les resultaría tan fácil negociar entre bambalinas con personas que no estén familiarizadas con los métodos tradicionales, pero desde aquel de los trabajadores mismos las ventajas de contar con representantes menos discutibles serían evidentes. Asimismo, una razón por la cual tantos gremialistas disidentes han adoptado posturas tan combativas que no pueden favorecer a los obreros consiste en que no les es dado integrarse a un sindicato cuya «personería» sea legalmente reconocida a menos que estén dispuestos a subordinarse al cacique «gordo» de su rama, con todo cuanto esto implicaría.

De todas maneras, el sistema vigente, además de ser de origen totalitario, corresponde a un orden económico dirigista, cuando no estatista, que ya no existe en el país.  Puesto que las diferencias entre las distintas regiones y entre las diversas empresas que están activas en una sola rama son tan grandes, carece de sentido intentar negociar convenciones nacionales que en teoría deberían regir para todos los empleados en una actividad determinada. Mientras que algunas empresas no tendrían dificultades para aumentar los salarios de los trabajadores, otras no podrían hacerlo por no tener los recursos necesarios. Desde luego que en el mundo real la «flexibilidad» en este ámbito como en tantos otros ya es normal, pero una consecuencia de la informalidad así supuesta ha sido el traslado de partes cada vez mayores de la economía a la zona «negra» en la que las reglas podrían calificarse de darwinianas. Se trata de una situación que tal vez beneficie a muchos en el corto plazo, pero que a la larga sólo contribuye a perpetuar el atraso al consolidar la ajuridicidad, privando a los trabajadores de los derechos más básicos.


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