Sin consenso no debe reformarse la Constitución

Por Osvaldo Pellín

Hace muchos años que estamos socialmente desconcertados, ganados por la incredulidad. Hace mucho que damos vueltas sobre nosotros mismos y nos mentimos con descaro. Hablar de reformar la Constitución provincial en el Neuquén de hoy debería suponer que debemos ajustar cosas en medio de la prosperidad, cuando no salimos de la miseria ni aunque nos esté lloviendo plata. Pero, en medio de todas las falencias que hacen que nuestras instituciones estén estancadas en la mediocridad, aspiramos a reformar la Constitución. ¿Qué nos va a dar, aunque la remendemos de tal forma que no dejemos nada de su pasado ni de su presente? Poco puede esperarse en el marco actual de confrontación política que padecemos.

Queremos perfeccionar las instituciones sin previamente dar muestras de que las respetamos. Para eso banalizamos la autoridad jurídica y queremos acometer el cambio sin el más mínimo consenso real. Así, nos llevamos por delante la historia y, como un objeto más de consumo que pasa de moda, nos metemos con la Constitución provincial para cambiarla por otra que sea último modelo.

Las reformas constitucionales tuvieron su apogeo desde mediados de los '80 hasta culminar con la reforma de la Constitución Nacional del '94. No hubo prácticamente provincia que no acometiera contra las viejas constituciones. Lo peculiar fue que casi todas terminaron limando los artículos que limitaban las reelecciones. Lo demás fue casi siempre cosmético. La silenciosa aquiescencia que tuvo ese período reformista se amparó en la recobrada democracia política, haciendo creer que ésta podría perfeccionarse incorporando organismos que las nuevas constituciones sociales de otros países ostentaban como ejemplos a seguir. Lo patético fue la reforma del '94, que mostró con toda crudeza a qué se estaba dispuesto a llegar si ésta no se producía por la vía correspondiente para habilitarlo a Menem. Finalmente se produjo la reforma, con el agregado de múltiples organismos de moderno control que propiciaban un juego democrático que pocas veces tuvo lugar, a cambio de la habilitación de la reelección presidencial. Ahora bien, a diez años de aquellas reformas, muchas de esas instituciones son letra inaplicable, porque aún no han sido sancionadas las leyes que reglamentan su ejercicio.

Habiendo transcurrido más de veinte años de recobrado el Estado de derecho, nuestra realidad no ha sido influida por el perfeccionamiento jurídico institucional registrado en «los papeles». Peor aún, porque ocurrió el menemismo y con él se difundieron la corrupción y la impunidad.

Neuquén tuvo su oportunidad cuando la «epidemia» reformista se desplegó en todo el país. Entonces se pagó una deuda largamente demandada por la clase política, que se cifraba en una representación más coherente con el incremento demográfico ocurrido en la provincia, con la expectativa puesta en un pluralismo más acorde con las prácticas democráticas.

Retomar en este momento el ánimo para una nueva reforma es desmesurado. Implica la exigencia de un nuevo pedido de crédito a la sociedad política y a sus ciudadanos que esperan menos dilaciones perfeccionistas del texto y una mayor aplicación de aquello que es claro y ya está en ella.

La moda política, históricamente transitoria, no puede ser fundamento para una reforma. Los avances en cuanto a principios que registran las constituciones deben tener contratos sociales de abrumadores consensos públicos. La liberalidad de la economía, si eso se toma como base argumental, en función de su imperio contemporáneo e histórico, está consignada ampliamente en la totalidad de los textos constitucionales argentinos. Los artículos proteccionistas aparecen hoy como una estrategia superada sólo a medias. Sobre todo si se tiene en cuenta que en un país donde se privatizó todo, muchos piensan como una buena idea recrear una empresa estatal de energía.

Por otra parte tampoco ayuda que quien conduzca este importante proceso sea un gobierno que está enemistado de manera irreductible con otras fracciones de su propio partido, que no acude al diálogo político como arma de consenso, que ha cooptado a casi toda la prensa local y regional, y hostiliza a aquella que se resiste a esa voluntad. Un gobierno que teme a una Justicia independiente. En suma, un gobierno que no se prodiga por la práctica democrática, que ha declarado públicamente que es aliado estratégico de aquellas empresas de energía que se beneficiarían con la reforma, no puede convocar por su solo albedrío a una reforma constitucional. Antes debería desplegar una sincera autocrítica y dar claras muestras de reconciliación y diálogo con los que considera que son sus enemigos políticos.

No se deben confundir los votos con el bien moral y el éxito electoral como la llave de la legitimidad. El gobierno tiene la legalidad de convocar. Eso no se discute. Pero carecerá de la legitimidad necesaria para hacerlo hasta que no logre involucrar en la voluntad de la reforma a la totalidad de las fuerzas políticas y sociales de la provincia.

Deberían tener en cuenta que vencer, como diría Unamuno, no significa convencer.


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