Sin frenos

Redacción

Por Redacción

Para algunos es difícil entenderlo, pero ningún país democrático puede funcionar con un mínimo de eficiencia a menos que el gobierno se vea complementado por una oposición que merezca cierto respeto. Pues bien: pronto habrá transcurrido medio año desde que los líderes de las distintas fracciones opositoras fueron aplastados por la aplanadora oficialista pero aún no hay señales de que estén por levantar cabeza nuevamente. Por el contrario, con la excepción del geográficamente limitado intendente porteño Mauricio Macri, el que de todos modos se había apartado del camino antes de la jornada electoral para ahorrarse un revés que hubiera puesto fin a sus sueños presidenciales, los líderes opositores parecen tan anonadados por lo que les ocurrió como estaban aquella tarde del 23 de octubre cuando se enteraron de que los votantes habían repartido sus preferencias entre ellos de manera tan cruelmente equitativa que todos, incluyendo al socialista santafesino Hermes Binner, tenían motivos para sentirse humillados. Aunque es comprensible que las agrupaciones opositoras apenas hayan comenzado a recuperarse –en otros países los partidos derrotados pueden necesitar más de un año para renovar la conducción y actualizar sus propuestas con la esperanza de reconciliarse con el electorado–, no convendría ni a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ni al país que se prolongara demasiado su convalecencia. En todas partes los gobiernos “hegemónicos” que no tienen por qué preocuparse por la existencia de una oposición digna de llamarse tal suelen cometer tantos errores que terminan autodestruyéndose: consciente de que las circunstancias le exigen llevar a cabo un ajuste, el de Cristina se las ha arreglado para brindar la impresión de sentirse totalmente desorientado. Por lo demás, incluso en países relativamente libres de corrupción la sensación de impunidad que brinda el poder excesivo hace que muchos políticos caigan en la tentación de sacar provecho de oportunidades para lucrar; en los que ya son célebres por la rapacidad de sus dirigentes el saqueo se hará rutinario, lo que, huelga decirlo, hace todavía más difícil un eventual cambio de gobierno, de ahí la pasión reeleccionista de tantos mandatarios latinoamericanos y de sus dependientes. Cuando el poder está tan concentrado que quienes lo manejan no se creen constreñidos a prestar atención a las advertencias formuladas por dirigentes opositores o por especialistas presuntamente apolíticos, los resultados suelen ser desastrosos. Cristina y funcionarios privilegiados como Guillermo Moreno parecen sentirse orgullosos de su propia miopía y de su voluntad de avanzar a toda velocidad por un camino que no conduce a ninguna parte. En vez de intentar reducir la inflación, quieren tapar los síntomas del mal con medidas voluntaristas. Han permitido que la crisis energética adquiriera dimensiones monstruosas –para importar combustible, el país tendrá que gastar más, tal vez mucho más, de 10.000 millones de dólares anuales– pero amenazan con agravar todavía más la situación embistiendo contra YPF con tanta torpeza que asustará a quienes de otro modo estarían interesados en invertir en este sector fundamental. Asimismo, la aplicación “de facto” de una serie de medidas proteccionistas delirantes amenaza con provocar la parálisis de parte del “aparato productivo” nacional, además, claro está, de desprestigiarnos en el exterior. El gobierno nacional se asemeja cada vez más a un automóvil sin frenos: es tanta la confusión que impera no sólo en las filas opositoras sino también en sectores del PJ cuyos dirigentes aún se afirman oficialistas pero temen verse marginados por Cristina, que no pueden funcionar como es debido las instituciones que en teoría deberían controlar su accionar. Para que la situación resultante sea todavía peor, los miembros más influyentes del gobierno de Cristina no parecen sentirse comprometidos con normas éticas rigurosas que por lo menos servirían para que intentaran disciplinarse. Tampoco se destacan por su independencia de criterio. Así las cosas, no es sorprendente en absoluto que el país corra peligro de chocar pronto contra una dura realidad económica que no fue prevista por los encargados de conducirlo, los que, para colmo, no parecen tener ningún interés en tomar medidas a fin de atenuar el impacto.


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