A un mes de la peor tragedia de Viedma, el dolor no cesa

Abuelos de las víctimas del incendio en el barrio Zatti, que se cobró las vidas de una familia completa, dicen que con ayuda previa se hubiera evitado.

Hoy, en Viedma, hay un patio con gritos ahogados de niños que ya no juegan en él. Un tendal vacío de ropa. Un monoambiente de apenas 15 metros cuadrados sin vida hogareña y paredes chamuscadas.

Esa es la sobrecogedora escena del lugar donde hasta hace un mes atrás vivía hacinada la familia Sanzana-Huayquillán, devastada por un incendio. Un caso donde los familiares no tienen en claro las respuestas a los por qué que quedaron flotando tras el luctuoso suceso.

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Las víctimas inmediatas en la madrugada del 8 de noviembre pasado fueron la joven madre Débora Huayquillán, de 27 años, y sus seis hijos: tres mujeres y tres varones. Guadalupe Luján Sanzana, de 12 años; Ayelén Sanzana, de 11; Natacha Sanzana, de siete; Félix Sanzana, de cinco; Yahir Sanzana, de tres y Maximiliano Sanzana, de uno.

Tres días después, Jonathan de 30 años, el padre de los chicos no pudo sobreponerse a las heridas cuando intentó salvar a su familia, y dejó de existir en Córdoba donde había sido derivado en vuelo sanitario para ser atendido de las lesiones recibidas en el incendio.

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Luego de las primeras atenciones médicas que recibió en el hospital Zatti, Sanzana había logrado la estabilidad de sus signos vitales y eso permitió su traslado.

El joven padre tenía el 65% de su cuerpo con quemaduras de segundo grado que le comprometían, principalmente, las vías respiratorias, la cabeza, el tórax y los brazos. Había logrado salir del encierro y quiso volver para salvar a su familia pero las llamas se lo impidieron durante esa madrugada.

En el pequeño mundo de la calle French 838 del barrio Zatti -conocido como el barrio de los albañiles- donde ocurrió la múltiple muerte, los abuelos Félix Antonio Huayquillán e Hilda Inés Velázquez se quedaron con los recuerdos, los fotos de los fallecidos en un armario del living, el retoño de un árbol “Siempre verde” traído por uno de los fallecidos desde la escuela, y los perros que eran las mascotas de los Sanzana. Ese pequeño patrimonio y las penurias están a flor de piel.

Cada uno sabe exactamente dónde estaba al momento de la tragedia, tratando de ayudar y con una manguera que no sirvió de mucho ante el calor asfixiante. Y así será para siempre.

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Los abuelos, en compañía de sus otros hijos Claudia y Enzo; se muestran agradecidos con las familias y miembros del Tribunal de Cuentas de la comuna capitalina que se acercaron a colaborar, pero muy molestos con las autoridades de los poderes ejecutivos municipal y provincial.

En numerosas ocasiones, Débora hizo gestiones en vano para conseguir ampliar el recinto donde dormían los ocho y como no tenían baño se veían en la obligación de orinar en un balde durante las noches evitando así trasladarse hacia la vivienda de los Huayquillán que daba hacia el frente del terreno.

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¿Y ahora, cómo viven su días?, preguntó “Río Negro” en una visita al domicilio. “Lo que no quiero es que esto quede impune -apunta Hilda Inés mientras se seca las lágrimas bajo el regazo de Claudia- porque a mí me sacaron la mitad de mi vida, a mi nieta más grande desde que estuvo en la panza de su mamá”.

Casi sin tomar aire, sostiene “me sacaron todo, y nadie vio la realidad, se hicieron gestiones de ayuda en meses anteriores, que alguien venga y me diga qué aportaron y dónde está, porque nosotros nos hipotecamos”.

La familia fallecida padeció penurias antes de morir. Jonathan era buen albañil pero ante la falta de trabajo formal en la ciudad, sólo traía 500 pesos a la casa, como producto de una changa.

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Dos años atrás tuvieron que usurpar una casa en el barrio Álvarez Guerrero para cobijar a todos, y como los sacaron a los tiros, Félix e Hilda decidieron construirle a pulmón la pieza del fondo donde los ocho se repartían en una cama grande y una más pequeña al momento del descanso.

De las soluciones que nunca aparecieron, Félix y su hijo Enzo guardan como si fuera un anecdotario, los trámites que también murieron el mismo día del incendio.

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“Una vez vino una asistente social y como vio los sillones y un televisor que eran de mi viejo, le dijo a Débora que no necesitaba nada. No puso atención en que los chicos dormían hacinados, y para peor le recomendó que formalice la separación del marido, para tener prioridades”, concluye el joven que aún se repone de las heridas recibidas cuando intentó asistir a su cuñado.

Félix no piensa derribar lo construido en el fondo del patio. “A lo sumo haré un jardín”, afirma resignado.


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