Beto Fuentes, el guía que hizo de la montaña una forma de vida en el norte neuquino

Docente rural, guía de montaña y pionero de esta actividad en la región. Alberto Fuentes, el hombre que construyó su camino entre cumbres.

La primera vez que Alberto Fuentes subió la montaña no hubo festejos o selfies en redes sociales. Lo hizo pisada tras pisada, identificando el terreno y dejando su destino a merced del macizo. Era 1984 y él tenía apenas 14 años. Sin saberlo estaba iniciando un vínculo que atravesaría toda su vida.

“Beto” nació en Chos Malal y allí se quedó. En los 80 cuando el día a día se basaba en arreglarse con lo que había y mirar el cielo antes que una pantalla, el aventurero comenzó a subir montañas. No había mapas digitales, pronósticos precisos, ni equipamiento técnico. Se subía “a ojo”, leyendo el terreno y casi sin conocimiento. Así fueron sus primeras cumbres, por encima de los 2.000 metros, cuando el montañismo todavía era una práctica poco común en el norte neuquino.

Mientras el montañismo crecía en paralelo a su propia vida, la escuela se convertía en el otro eje fundamental en su vida. “Trabajé casi 34 años en el mismo establecimiento”, cuenta con orgullo. Fue en la escuela, albergue de Naunauco, donde se jubiló hace apenas unos meses. No era maestro de grado: su espacio era la técnica ecológica, la huerta, la jardinería, ese cruce entre educación y vida al aire libre que siempre le fue inherente.

La montaña y la escuela nunca fueron mundos separados. Al contrario, se potenciaron. “Pude presentar proyectos, dar pequeños talleres a los alumnos y hacer algunos ascensos”, relata. La escuela tiene una particularidad: está ubicada al pie del cerro Naunauco. Eso permitió que, una o dos veces al año, los chicos y chicas pudieran subir a la cumbre acompañados por su maestro. “También muchas veces acompañábamos delegaciones de otras escuelas”, comenta.

Las primeras montañas llegaron con lo puesto. “La ropa que utilizábamos era ropa de calle, zapatillas, pantalón común. Nada que ver con lo que hay ahora”, dice. Con el tiempo, se capacitó, sumó experiencia y empezó a recorrer con más frecuencia los cerros y volcanes del norte neuquino. El Domuyo, el Tromen, el Cerro Hermoso, el Corona: nombres que aparecen una y otra vez en su historia.

Para cuando en el año 2000 comenzó a formalizarse el rol del guía de montaña en la provincia, Beto ya llevaba años subiendo. “Yo creo que fui uno de los primeros guías habilitados acá en la zona”, explica. Hubo capacitaciones, exámenes, requisitos. “De todos los que hicimos esa formación, quedamos tres”, recuerda. Él fue uno de los que siguió trabajando durante casi dos décadas como guía, acompañando a cada persona que se animaba a vivir esa aventura.

El montañismo, para Beto, no es solo la satisfacción de hacer cumbre. También es búsqueda y rescate, participación en operativos complejos, acompañamiento en situaciones límite. “He participado en recuperación de accidentados y hasta en accidentes fatales”, cuenta.

Sin embargo, hay una palabra que aparece siempre en su relato: compartir. “Para mí, compartir debería ser casi un sinónimo de montañismo”, afirma. “Antes te encontrabas con alguien en la montaña y compartías mate, comida, información. Hoy se ha perdido mucho de eso”, considera.

Ese espíritu también lo llevó a su vida familiar. Sus hijas crecieron entre cuerdas y juegos que simulaban rescates. “Eran mis conejillos de Indias”, dice entre risas. Con el tiempo, algunas se sumaron a las salidas.
Hoy, con casi 56 años y recién jubilado de la docencia, Beto va eligiendo otras formas de estar en la montaña. “Ya no voy a Aconcagua como antes, ahora me quedo más en la zona”, explica. La pasión no se fue, pero el cuerpo también propone otros límites.

Cuando trata de transmitir lo que siente al pisar la montaña, emite silencio. Un silencio que usa como herramienta para tratar de encontrar las palabras que describen esa sensación. “Es muy difícil de explicar”, expresa. “Hay una transformación completa, tanto espiritual como física. Es como que fuera otro yo”.

Como si su vínculo con la tierra necesitara otra huella, Beto también es espeleólogo. Descubrió varias cuevas en el norte neuquino y una de ellas lleva su nombre. Hace apenas unos meses sumó otra travesía a su biografía: recorrió los más de 5.200 kilómetros de la Ruta 40 en bicicleta, desde La Quiaca hasta Cabo Vírgenes. “Me considero un bendecido por esas cosas”, dice.

La historia de Beto Fuentes no se mide solo en metros de altura. Se mide en la cantidad de veces que dentro suyo se prendió esa lamparita de generosidad y compartió su pasión con otra persona. Turistas, alumnos, familias. “No le encontraría mucho sentido al montañismo si no lo compartiera”, dice el guía mientras planea otro ascenso en el norte neuquino, una región donde la montaña no se conquista, se vive colectivamente.


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La primera vez que Alberto Fuentes subió la montaña no hubo festejos o selfies en redes sociales. Lo hizo pisada tras pisada, identificando el terreno y dejando su destino a merced del macizo. Era 1984 y él tenía apenas 14 años. Sin saberlo estaba iniciando un vínculo que atravesaría toda su vida.

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