Dejó Buenos Aires, vendió rosquitas en el camino y encontró su lugar en San Martín de los Andes

Cansada del ritmo urbano y marcada por la pérdida de sus padres, Aluminé Fontana emprendió un viaje, con su hijo y la receta de rosquitas de su familia. Hoy, tiene casa, carrera y un proyecto propio en el lugar que siempre soñó.

Aluminé nació en el oeste bonaerense, en el Palomar. Sin embargo, la vida en la ciudad la agobiaba y a sus 27 años tomó una decisión que cambiaría su vida: viajar y buscar su lugar. Tomó a su hijo Atahualpa de la mano y se propuso recorrer el país. Solventó su recorrido vendiendo rosquitas y casi sin querer, un pueblo en la cordillera de Neuquén la recibió a ella y a su hijo con los brazos abiertos. «Era lo que necesitaba», dice hoy en su casa del barrio Chacra 30, donde formó un hogar y levantó su propio foodtruck con el objetivo de acompañar al vecino y devolverle un poco de esa calidez que recibió cuando llegó por primera vez.

La historia de Aluminé Fontana está marcada por la cultura del trabajo: desde los 14 años ayudaba a su familia en los puestos callejeros donde vendían tortas negras, tortas fritas y rosquitas. “Siempre trabajamos todos juntos en casa. Más que nada mi mamá, con la filosofía de que no hay imposibles. Que lo que uno quiere, se logra con esfuerzo y dedicación», expuso.

A los 20 años fue madre. Poco después, falleció su padre y todo cambió. “Fue un punto de inflexión muy grande. Se cayó toda la estructura de negocio como la conocía. Quedamos a la deriva”. El duelo, la maternidad y una fuerte necesidad de cambio la llevaron a vincularse con grupos de viajeros, acampantes, personas que se animaban a salir de la estructura impuesta.

Aluminé vendió panificados en su viaje. Foto: Gentileza.

Mientras Aluminé se levantaba para trabajar, pensaba en aquellos viajantes que se estaban despertando al lado del río, un sueño que hasta el momento parecía imposible.

Al tiempo, su mamá también murió y decidió que era el momento. «Yo ‘decía me quiero ir a vivir a la montaña, quiero que mi hijo crezca en un entorno natural y disfrutar de mi trabajo‘. En la ciudad nunca lo pude sentir así», manifestó.

«Hagas lo que hagas, hacelo con pasión» y «no te quedes con las ganas de saber qué hubiera pasado» son dos frases que leyó alguna vez en un libro, pero que quedaron rondando en su cabeza. Tomo sus miedos, los metió en la mochila y se fue de Buenos Aires con su hijo. «Tenía mis inseguridades, pero sabía que lo peor que podía pasar era que no funcione y volver», dijo.

A dedo, llegó a muchas partes. Foto: Gentileza.

Así empezó el viaje en el 2019. Con su hijo y una carpa. Su primera parada fue San Luis. “La alegría de saber que todos estaban volviendo a su rutina y que yo me estaba levantando en una carpa al lado del río con mi hijo. Y fue como: ‘Estás acá, no te moriste, ahora hay que ver cómo sigue’”.

Durante meses, recorrió distintas provincias vendiendo tortas fritas, rosquitas y panificados. “Lo único que sabía hacer era eso. Arranqué con una lata de dulce de batata, un kilo de aceite y la convicción de que si lo hice una vez, lo podía volver a hacer”, recuerda.

En 2022 volvió a Buenos Aires, donde su hijo se quedó unos meses con su papá y se atrevió a viajar a la Patagonia. «Quería conocer la localidad de donde venía mi nombre», contó. Así llegó primero a Bariloche, y pasó por Aluminé.

Hubo momentos de alegría, pero también de soledad y hambre. “A veces no tenía plata. Comía el desayuno en el hostel y nada más. En El Bolsón me traje un montón de almendras y esas eran mi energía para meterme en la montaña. A la noche lloraba de tristeza, de no saber si lo iba a lograr. Pero para atrás no había nada. Tenía que avanzar”, manifestó.

Cuando estaba a punto de llegar a un voluntariado en Villa La Angostura, San Martín de los Andes captó su atención: “Cuando llegué acá sucedió la magia. San Martín nos recibió con todo. El entorno, la gente, el ambiente de pueblo… era lo que venía buscando”.

Aluminé y su hijo Atahualpa. Foto: Gentileza.

Consiguió alquiler, volvió a reencontrarse con su hijo y, ya más estable, decidió emprender de nuevo. Pero esta vez desde otro lugar. Se anotó en la carrera de Guía de Turismo y, junto a una compañera, armó un foodtruck con doble propósito: sostener su proyecto de vida y devolverle al barrio todo lo que le dio en su llegada.

El carrito se llama Walung. «Elegimos ese nombre porque significa fiesta de cosecha, de abundancia, y mi negocio particular de panificados se llama “Donde Aluciné”, que hace alusión a lo que me generó San Martín y es también un juego con mi nombre».

Aluminé lo tiene bien claro: “El carrito no apunta al turismo, está en uno de los barrios populares: Chacra 30. Apunta a trabajar con el vecino, con el trabajador. Es acompañar a quien está todo el año acá”, explicó.

Aluminé con sus amigas. Foto: Gentileza.

Recuerda que en los momentos más difíciles, quienes la ayudaron no fueron los turistas, sino los vecinos. “El único que me ayudaba en temporada baja era el vecino, comprándome algo o dándome una mano. ¿Cómo no vamos a estar para el vecino? Ese barrio fue visto como el fondo de San Martín, y hay que resignificar”.

El carrito no solo le dio una oferta al vecino, sino que también dio ánimos al barrio. “Es hermoso ese contagio de valorar ese espacio. Apoyarnos entre nosotros. Todo esto por lo que pasé… lo que se trabaja adentro, se nota afuera. Todo eso dio sus frutos”.

A pesar del dolor, las pérdidas y los miedos, Aluminé logró construir el hogar que tanto soñó y espera que su historia inspire a muchos: “Todavía se puede creer, confiar. A veces, solo hay que animarse”.