Malvinas: la historia del roquense que embarcó sin saber que la misión era recuperarlas

Jorge Giménez era infante de Marina artillero en 1982. Relata aquí los días previos en el rompehielos Irízar  y el paso a paso del desembarco de aquel 2 de abril que detonaría una trágica guerra.

La guerra empezó con un silencio profundo para el infante de Marina artillero Jorge Giménez. Recuerda cada detalle de esa noche del miércoles 31 de marzo de 1982 en el rompehielos Almirante Irízar, cuando la voz del contralmirante Büsser tronó por los altavoces mientras el cabo segundo de 19 años nacido en Roca cenaba con el resto de la Batería Alfa en alta mar. El jefe arengaba a la tropa desde otro buque, el Cabo San Antonio. Estaba a punto de dar una noticia que nadie imaginaba en el rompehielos: hasta ese momento, los 300 tripulantes creían que iban rumbo a un alistamiento de rutina.

En Roca. Y con sus medallas: “Ssiempre digo que los héroes son los que quedaron en las islas”.

Ustedes son los elegidos para recuperar las Malvinas. Sean duros en el combate y respetuosos con los isleños. ¡Viva la Patria!”, exclamó. “¡Viva!”, gritaron todos. Lo que siguió fue un silencio atronador: lo único que se escuchaba eran los motores del Irízar. “Hasta los oficiales se sorprendieron”, cuenta Jorge.

Del Alto Valle a las islas
No había entrado a la Armada por convicción sino por necesidad. Buscaba una carrera, un sueldo y cuando supo que podía ingresar con la primaria a la Escuela de Suboficiales de Puerto Belgrano no lo dudó. Aunque quiso hacer el secundario, no pudo: su padre había llevado a la amilia de Roca a Bahía Blanca con el sueño de un futuro mejor y a Jorge (criado en el barrio Tiro, hincha del Norte) le tocó ayudar: en su adolescencia fue aprendiz de carnicero, peón de albañil, telefonista y cadete de un hotel, lustrabotas y canillita.

Domingo 28 de marzo de 1982, 14 horas: 300 efectivos embarcan en Puerto Belgrano sin saber quye iban a las Malvinas. Jorge Giménez era uno de ellos.

En una de sus visitas al Alto Valle, en la estación de Roca le había quedado grabado el paso de aquel tren cargado de féretros vacíos que surcaba el norte de la Patagonia rumbo a la cordillera en 1978, cuando se venía el enfrentamiento armado con Chile que frenó en tiempo de descuento el papa Juan Pablo II y su enviado providencial, el cardenal Samoré. Argentina se desangraba con los militares en el poder, los desaparecidos y la economía destruida. Solo faltaba una guerra para completar un combo trágico.

Jorge Giménez una semana antes de partir a las Malvinas, en la base naval de Puerto Belgrano.

Cuatro años después, cuando Giménez iba en un rompehielos a recuperar las Malvinas, notó que no llevaban cajones sino bolsas negras. Con su metro 58 y sus 75 kilos, era un cabo segundo en comisión: le faltaba un año de los tres necesarios para alcanzar el grado pleno. Muchos otros de su camada también estaban en esa situación, entre ellos once cabos en comisión que con 17 años tenían conscriptos a cargo mayores que ellos.

El Día D
La noche fue brava, con olas de 10 metros que embestían las naves. Jorge llegaba a ver cómo le pasaban por encima al destructor Santísima Trinidad que custodiaba al Irízar. “El mar estaba enloquecido”, relata. El submarino Santa Fe donde iban los buzos tácticos completaban la avanzada.

En esa madrugada del 1 de abril, en el hangar del rompehielos, el helicóptero Puma se destrincó (se soltaron las amarras), rebotó contra las paredes, se rompieron vidrios y se dañó la cola. “No podemos ir a Malvinas en eso”, dijo uno de los jefes y ordenó tirarlo al mar.

Además del helicóptero que se soltó y rompió en el hangar del rompehielos Irízar, en el cabo San Antonio se soltó un vehículo anfibio rumbo a las islas.

El cabo Giménez miraba atónito: “Tenía ruedas, lo empujaron y lo tiraron nomás”, señala. En la mañana del 2 de abril, el momento del desembarco había llegado. El problema es que solo había un helicóptero disponible, de origen inglés. «Entraban doce pero en mi viaje fuimos como veinte –dice–. Eran cerca de las 7 de la mañana, estaba clareando y fue un trayecto corto. La primera imagen de las islas permanece imborrable.

La Batería Alfa minutos después de saltar a la isla Soledad.

“Era como ver una montaña en el mar –recuerda–. Lo que siguió fue a pura concentración, sin tiempo para pensar en otra cosa que no fuera ese salto con la mochila de 35 kilos con el fusil, las dos granadas, la carpa, las municiones, las raciones. ‘¡Salten, salten, salten!’ escuchaba, y había que caer sobre la turba que amortiguaba el golpe, rodar, pararse y aguantar el mareo: después de una semana embarcados la tierra se movía y era difícil no vomitar”.

Vehículos anfibios trasladaron los obuses de la Batería Alfa que integraba Giménez, que era jefe de piezas.

La Batería Alfa tomó posición en la cabecera del aeropuerto, a unos dos kilómetros de Puerto Argentino. Esperaron que los anfibios desembarcaran los obuses y cuando llegaron los colocaron apuntando primero a la casa de gobierno y luego al cuartel de los ingleses. No fue necesario disparar: después de la muerte del comando Pedro Giachino tras recibir una ráfaga de ametralladora cuando ingresaba a la residencia del gobernador, los británicos se rindieron.

El cabo Giménez (jefe de piezas) y sus ocho soldados a cargo escucharon las detonaciones, pero no supieron qué pasaba hasta que llegó la noticia por el equipo de radio: la bandera argentina flameaba otra vez en las islas Malvinas. “Después cantamos el Himno, fue muy emocionante”, memora.

En Puerto Argentino custodió a los soldados ingleses detenidos.

Sharap
En el aeropuerto les tocó custodiar a los prisioneros ingleses, que fueron trasladados allí hasta que volaron a Uruguay. ¿Cómo se comunicaba con ellos? El oficial guardiamarina Julio Roch le enseñó las dos palabras que necesitaba para manejarse. La primera, para que no se interrumpiera la marcha. “Vos señalales para adelante y gritales… ¡camon!”.

Los ingleses detenidos en el aeropuerto de Puerto Argentino, a punto de ser trasladados a Uruguay.

Y la otra para que la usara si armaban mucho alboroto. Así que el cabo, cada vez que levantaban la voz, la utilizaba. Por los gestos, tenía la impresión de que en esas discusiones se echaban culpas. Entonces intervenía. “¡Sharap!”, exclamaba.

Los obuses de 105 milímetros de los artilleros en Malvinas.

Estuvieron ahí codo a codo con los efectivos de la Fuerza Aérea, descargaron armas y provisiones. De paso, aprovechaban para pedirles a los aviadores que les dejaran sacar algo para comer. Y si no recurrían a las raciones, que traían cinco caramelos, cuatro masitas, fósforos, un chocolate, cigarrillos, una botellita de whisky y una lata de guiso de mondongo. Como no fumaba, cambiaba el paquete por la botellita: la agregaban al mate cocido y eso levantaba el ánimo.

Al centro, Giménez con cuatro soldados en Puerto Belgrano, entre ellos Aquino y Ruiz, con quienes compartió la carpa en la cabecera del aeropuerto en Malvinas.

Nunca olvidó las caras de los soldados correntinos cuando llegaban, los ojos bien abiertos y el frío que empezaba a golpearlos. No entendía cómo traían a combatir a regimientos del norte, acostumbrados al calor.

Rumbo al continente
El 17 de abril los trasladaron al continente en un Hércules y aterrizaron en las islas los miembros de la Batería Bravo, que soportaron el peso de los combates. Los de la Alfa volvieron a Puerto Belgrano y desde allí fueron en el Cabo San Antonio a Río Grande, en Tierra del Fuego.
Les tocó después controles de tránsito en la ruta 3, custodiar los radares del aeropuerto y rotar en el puesto óptico de control en la frontera con Chile, donde notaban movimientos de tropa. Aunque esperaban que en cualquier momento llegara la orden regresar a las islas, eso nunca ocurrió.

Rumbo a Río Grande en plena guerra.

Estaba en Río Grande cuando llegó la noticia de la rendición de Puerto Argentino: la guerra terminaba para él con el mismo silencio profundo con la que había empezado en el rompehielos.

Regreso sin gloria
“Volvimos por la puerta de atrás”, dice Giménez. Después, para buscar trabajo tuvo que ocultar que había estado en Malvinas. Porque cuando le dieron la baja que pidió en 1984, en Bahía Blanca todos lo palmeaban pero nadie lo contrataba. Consiguió changas como peón de albañil y decidió volver a Roca (donde se casó y tuvo tres hijas, hoy tiene tres nietos) y no abrir la boca sobre Malvinas. Entró como chofer a la empresa de transportes El Valle y cuando llevaba cinco años ahí le llegó la invitación para un acto. El gerente le preguntó por qué no le había dicho, si era un honor tener ahí a un héroe de Malvinas. Giménez le agradeció, pero le contestó lo que dice siempre: “Héroes son los que quedaron en las islas”.

Los integrantes de la Batería Alfa que fueron a Malvinas.

Unos 10 años después comenzó a juntarse con otros veteranos de Malvinas. “La solidaridad fue nuestra resiliencia”, dice, y explica que hicieron campañas para ayudar durante inundaciones en el Litoral y el norte del país y también para la Línea Sur, una tradición que repiten cada año.

Ahí empezó a dar una mano a los excombatientes, en especial a los que no tenían estudios, con los trámites y la contención: son cerca de 600 los que se suicidaron, una tragedia sin prensa. Con los años, aunque tarde, la situación mejoró: comenzaron a acceder a planes de vivienda, descuentos impositivos, jubilaciones.

Jorge Gimenez tiene tres hijas y tres nietos. Participa de campañas solidarias en la Línea Sur.

Y cuando lo invitan a dar una charla cuenta su experiencia y repite que lo mejor es darle una oportunidad a la paz. Hoy, por la pandemia, será un 2 de abril distinto, con homenajes virtuales a los veteranos y caídos en combate. Como cada año, recordará a quienes no pudieron volver. Esta vez desde su casa, rodeado de sus nietos que siempre le preguntan cómo fue aquel desembarco en Malvinas.


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