Su vida es parte de la misma historia de España

Con la muerte del mítico líder comunista hoy en Madrid, a los 97 años, España pierde una de las últimas voces que podían narrar en primera persona los tres episodios clave del último siglo: la Guerra Civil (1936-1939), la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) y el regreso a la senda democrática. Junto al ex presidente del gobierno Adolfo Suárez (1976-1981) -a quien el Alzheimer arrancó ya hace años la memoria- y al rey Juan Carlos, el ex secretario general del Partido Comunista de España (PCE) estaba considerado como “el tercer hombre de la Transición”. Y es que, tras años de exilio y lucha clandestina contra la dictadura, Carrillo hizo uso del pragmatismo necesario para contribuir a la democratización ordenada de España. Fuera del país adquirió gran relevancia por ser pionero del eurocomunismo, opuesto a la ortodoxia de la Unión Soviética y defensor de un comunismo democrático. El cisma con el estalinismo se produjo en 1968, cuando Carrillo condenó la represión de la Primavera de Praga y la invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia. Nacido el 18 de enero de 1915 en la ciudad asturiana de Gijón, tierra obrera, supo muy pronto a qué clase pertenecía. Su padre era obrero metalúrgico socialista y a los tres años lo visitó en prisión, después de que hubiera sido encarcelado en una huelga minera. Entre 1934 y 1935 fue él mismo quien estuvo en la cárcel por participar en los preparativos de una revolución en Asturias, y en 1936, en los albores de la Guerra Civil, dejó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en el que había entrado inicialmente, para ingresar en el PCE. A la sombra de la mítica Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, fue escalando posiciones, hasta sucederla al frente de la secretaría general en 1960. Todo ello en el exilio, porque dejó España a finales de la Guerra Civil. Desde París lideró la reorganización del PCE. Como secretario general, dirigió el partido con mano de hierro, expulsando a los que consideraba posibles infiltrados o traidores de la causa, entre ellos el escritor Jorge Semprún, “Federico Sánchez”, que en 1964 fue echado por “revisionista” junto al dirigente Fernando Claudín. Carrillo no regresó a España hasta 1976, un año después de muerto Franco. Y, con el PCE aún sin legalizar, lo hizo clandestinamente, con una peluca que se convirtió después en famosa y unas lentillas. La legalización del PCE llegaría el 9 de abril de 1977, bautizado desde entonces como “Sábado Santo Rojo”, por coincidir con la Semana Santa, después de algo más de un año en el que Carrillo había vivido la clandestinidad de forma pública para ir acostumbrando a la sociedad española al partido. Carrillo negoció en secreto con Suárez la legalización del PCE y el rey Juan Carlos estaba al tanto. El momento fue delicado. El franquismo había apuntado siempre al comunismo como amenaza y la Guerra Civil, según esta idea, había servido para derrotarlo. Salvo excepciones, era lo que los militares seguían creyendo. Una de las imágenes más recordadas de Carrillo, si no la que más, es la del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Cuando el teniente coronel Antonio Tejero y sus hombres irrumpieron a tiros en el Congreso al grito de “ÑSe sienten, coño!”, Carrillo, sosegado y con un cigarrillo en la mano, fue el único de los diputados que, junto a Suárez, desafió a los golpistas de pie. “Yo sabía que si querían matar a alguien, yo sería el primero. Así que no tenía sentido esconderme debajo de mi banco”, relató después con la socarronería que lo caracterizó durante su vida.”Siempre he pensado que en realidad hice lo que hecho toda la vida: estar en mi sitio”, dijo en otra ocasión, ya serio. Pero no todos los episodios de su vida proyectan luces. También hay una gran sombra. Como jefe de facto de la policía en Madrid, en 1936, al inicio de la Guerra Civil, ordenó el traslado a Valencia de cientos de oficiales y soldados franquistas que habían caído en manos republicanas. Estos fueron masacrados a la altura de Paracuellos del Jarama por milicianos, en una de las peores matanzas de la contienda. La derecha siempre lo acusó de haber sido el responsable de la masacre y él siempre lo negó. “Pienso que si alguna responsabilidad tuve yo en aquello fue la de no tener capacidad para controlar y castigar a los responsables. La verdad es que no teníamos fuerzas con moral suficiente y ganas para defenderles”, admitió en una ocasión. El ocaso político de Carrillo comenzó con las primeras elecciones democráticas en España, en junio de 1977. El PCE sólo obtuvo el 9,4 por ciento de los votos. Y 1982, el año de la victoria del PSOE de Felipe González, marcó el ocaso definitivo de los comunistas, que apenas lograron un 3,9 por ciento y cuatro escaños. Carrillo dimitió. El golpe final lo recibió en 1985, cuando fue expulsado de su propio partido. Pero él, siempre agarrado a su puro y con sus características gafas, se mantuvo lúcido y se convirtió en un analista de la actualidad española, autor de libros y conferenciante de altura. Agencia DPA


Con la muerte del mítico líder comunista hoy en Madrid, a los 97 años, España pierde una de las últimas voces que podían narrar en primera persona los tres episodios clave del último siglo: la Guerra Civil (1936-1939), la dictadura de Francisco Franco (1939-1975) y el regreso a la senda democrática. Junto al ex presidente del gobierno Adolfo Suárez (1976-1981) -a quien el Alzheimer arrancó ya hace años la memoria- y al rey Juan Carlos, el ex secretario general del Partido Comunista de España (PCE) estaba considerado como “el tercer hombre de la Transición”. Y es que, tras años de exilio y lucha clandestina contra la dictadura, Carrillo hizo uso del pragmatismo necesario para contribuir a la democratización ordenada de España. Fuera del país adquirió gran relevancia por ser pionero del eurocomunismo, opuesto a la ortodoxia de la Unión Soviética y defensor de un comunismo democrático. El cisma con el estalinismo se produjo en 1968, cuando Carrillo condenó la represión de la Primavera de Praga y la invasión de las tropas soviéticas en Checoslovaquia. Nacido el 18 de enero de 1915 en la ciudad asturiana de Gijón, tierra obrera, supo muy pronto a qué clase pertenecía. Su padre era obrero metalúrgico socialista y a los tres años lo visitó en prisión, después de que hubiera sido encarcelado en una huelga minera. Entre 1934 y 1935 fue él mismo quien estuvo en la cárcel por participar en los preparativos de una revolución en Asturias, y en 1936, en los albores de la Guerra Civil, dejó el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), en el que había entrado inicialmente, para ingresar en el PCE. A la sombra de la mítica Dolores Ibárruri, “La Pasionaria”, fue escalando posiciones, hasta sucederla al frente de la secretaría general en 1960. Todo ello en el exilio, porque dejó España a finales de la Guerra Civil. Desde París lideró la reorganización del PCE. Como secretario general, dirigió el partido con mano de hierro, expulsando a los que consideraba posibles infiltrados o traidores de la causa, entre ellos el escritor Jorge Semprún, “Federico Sánchez”, que en 1964 fue echado por “revisionista” junto al dirigente Fernando Claudín. Carrillo no regresó a España hasta 1976, un año después de muerto Franco. Y, con el PCE aún sin legalizar, lo hizo clandestinamente, con una peluca que se convirtió después en famosa y unas lentillas. La legalización del PCE llegaría el 9 de abril de 1977, bautizado desde entonces como “Sábado Santo Rojo”, por coincidir con la Semana Santa, después de algo más de un año en el que Carrillo había vivido la clandestinidad de forma pública para ir acostumbrando a la sociedad española al partido. Carrillo negoció en secreto con Suárez la legalización del PCE y el rey Juan Carlos estaba al tanto. El momento fue delicado. El franquismo había apuntado siempre al comunismo como amenaza y la Guerra Civil, según esta idea, había servido para derrotarlo. Salvo excepciones, era lo que los militares seguían creyendo. Una de las imágenes más recordadas de Carrillo, si no la que más, es la del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Cuando el teniente coronel Antonio Tejero y sus hombres irrumpieron a tiros en el Congreso al grito de “ÑSe sienten, coño!”, Carrillo, sosegado y con un cigarrillo en la mano, fue el único de los diputados que, junto a Suárez, desafió a los golpistas de pie. “Yo sabía que si querían matar a alguien, yo sería el primero. Así que no tenía sentido esconderme debajo de mi banco”, relató después con la socarronería que lo caracterizó durante su vida.”Siempre he pensado que en realidad hice lo que hecho toda la vida: estar en mi sitio”, dijo en otra ocasión, ya serio. Pero no todos los episodios de su vida proyectan luces. También hay una gran sombra. Como jefe de facto de la policía en Madrid, en 1936, al inicio de la Guerra Civil, ordenó el traslado a Valencia de cientos de oficiales y soldados franquistas que habían caído en manos republicanas. Estos fueron masacrados a la altura de Paracuellos del Jarama por milicianos, en una de las peores matanzas de la contienda. La derecha siempre lo acusó de haber sido el responsable de la masacre y él siempre lo negó. “Pienso que si alguna responsabilidad tuve yo en aquello fue la de no tener capacidad para controlar y castigar a los responsables. La verdad es que no teníamos fuerzas con moral suficiente y ganas para defenderles”, admitió en una ocasión. El ocaso político de Carrillo comenzó con las primeras elecciones democráticas en España, en junio de 1977. El PCE sólo obtuvo el 9,4 por ciento de los votos. Y 1982, el año de la victoria del PSOE de Felipe González, marcó el ocaso definitivo de los comunistas, que apenas lograron un 3,9 por ciento y cuatro escaños. Carrillo dimitió. El golpe final lo recibió en 1985, cuando fue expulsado de su propio partido. Pero él, siempre agarrado a su puro y con sus características gafas, se mantuvo lúcido y se convirtió en un analista de la actualidad española, autor de libros y conferenciante de altura. Agencia DPA

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