Triunfo devaluado

El presidente Alberto Fernández consiguió lo que considera un triunfo diplomático: acceder a la presidencia temporal de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), un foro que promueve la integración y el desarrollo en la región, reuniendo a 32 países y a más de 600 millones de personas. Sin embargo, los problemas y disputas que atraviesan al organismo, sumados a los compromisos que debió asumir para acceder al cargo indican que podría transformarse en una arma de doble filo para el gobierno y su intención de ser el “mediador continental”.

Expertos en política internacional coinciden en que en la última década hubo un deterioro acelerado en los mecanismos de integración y cooperación, de la mano de un exceso de polarización ideológica, dogmatismos, crisis internas en los países y fragmentación política.

Los acuerdos económicos de libre comercio que originaron el Mercosur, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y el Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN) languidecen o fueron reformulados y muchas instancias de cooperación como Unasur o el ALBA desaparecieron. La OEA es escenario de enfrentamientos, ha perdido consenso y tiene poca eficacia. Existe una maraña de mecanismos que agrupan de distinta forma a los países de la región, pero la ausencia de liderazgos fuertes ha acentuado la pérdida de gravitación, la fragmentación y la escasa coordinación de los actores regionales ante el mundo. La pandemia y sus devastadores efectos sociales y económicos no han hecho sino agravar estas situaciones.

La Celac no escapa a esa realidad. Nacida bajo impulso brasileño y venezolano, como forma indirecta de eludir la influencia de EE.UU., ha sido un foro de pronunciamientos grandilocuentes pero con escaso efecto práctico, más allá de servir de interlocutor con la Unión Europea y China. Los roces con Cuba, Venezuela y Nicaragua provocaron el retiro de Brasil y no pocas rispideces, como se vio en la cumbre de Argentina con la canciller colombiana cuestionando las restricciones democráticas y a los derechos humanos en esos países y la réplica de nicaraguenses y venezolanos, fustigando el “bloqueo imperialista norteamericano” a Cuba y las “ilegales, unilaterales y agresivas” sanciones a sus países por la brutal represión a opositores.

De hecho, Fernández debió insistir en que la Celac “no nació para oponerse a alguien (EE.UU.), para enfrentarse contra alguna institución existente (OEA) ni para inmiscuirse en la vida política o económica de algún país”, en claro mensaje conciliador hacia EE.UU. Pero en las tratativas para lograr la presidencia debió ceder, para revertir el rechazo nicaragüense, en sus críticas al proceso electoral que le dio un cuarto mandato a Daniel Ortega, que exilió o apresó a los principales candidatos de la oposición. Restituyó al embajador en Managua y volvió a abstenerse a la hora de evaluar la situación de los derechos humanos en ese país.

Alberto Fernández aspira a presentarse como el “gran mediador” entre los regímenes populistas o de izquierda y los países pro-mercado o alineados con EE.UU. Sueña con que su alianza con México le permita impulsar una “Unión Europea” latinoamericana. Sin embargo tamaños objetivos chocan con una política exterior errática, que intenta hacer equilibrio entre contentar a Washington (de quien necesita el apoyo en su negociación con el FMI) y las frases de barricada dirigidas al sector del kirchnerismo radicalizado y sus socios bolivarianos. Su ambivalencia sólo suma desconfianza.

Si el gobierno de verdad quiere imitar el recorrido de la Unión Europea debiera abandonar la grandilocuencia, los prejuicios políticos y buscar consensos pragmáticos en temas concretos como salud, comercio, inversiones, medio ambiente, migraciones, crimen organizado, entre otros. Y recordar que la unidad europea se dio no por afinidad ideológica sino en base a valores comunes, como el respeto irrestricto a la democracia y los derechos humanos, lo que incluyó marginar a quienes no estaban dispuestos a respetarlos.


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