Un asesino con votos

El ex general de división Antonio Bussi, quien falleció el jueves pasado, no será recordado tanto por el desprecio por los derechos ajenos del que hizo gala cuando era uno de los personajes más célebres, y más temidos de la dictadura militar, ya que muchos otros actuaron de la misma manera, cuanto por haber gobernado la provincia de Tucumán en plena democracia entre 1995 y 1999. Aunque los votantes tucumanos conocían muy bien lo que Bussi había hecho en los años setenta como interventor militar de su provincia, la fama macabra de asesino y torturador que lo acompañaba no le impidió emprender una carrera política exitosa hasta que, por fin, se vio obligado a rendir cuentas ante la Justicia al ser acusado primero de enriquecimiento ilícito y, más tarde, de delitos decididamente más serios. Parecería que, a juicio de quienes optaron por apoyarlo, su afición notoria a los métodos brutales y su arbitrariedad no lo descalificaban sino que, por el contrario, hacían de él la persona indicada para combatir la corrupción de la clase política local y poner en orden una provincia mal administrada. Sería reconfortante atribuir la popularidad, por fortuna pasajera, de Bussi entre los tucumanos al atraso casi feudal que es típico de una de las zonas más pobres del país y que, desde luego, sigue reflejándose en las elecciones que se celebran, pero sucede que en la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado buena parte de la población del país pensaba de la misma manera, razón por la que durante mucho tiempo el “proceso” militar contó con el apoyo de amplios sectores ciudadanos. Por cierto, algunos que están aprovechando la muerte de Bussi para condenarlo con virulencia por los crímenes que perpetró, de tal manera repudiando la dictadura que se liquidó hace casi treinta años, no se sintieron tan horrorizados cuando el país entero estaba en manos de personas igualmente despiadadas a pesar de estar enterados de lo que ocurría. Puede que aquellos tucumanos que votaron por Bussi y que aún no han abandonado por completo el partido, Fuerza Republicana, que fundó, hayan evolucionado de modo más lento que los demás, pero en el fondo no son muy distintos de los que, poco más de una década antes, al minimizar la importancia de las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, contribuyeron a formar el clima de opinión que las hizo posibles, ya que en aquellos tiempos el régimen militar tenía muchos motivos para creerse respaldado no sólo por facciones de la derecha extrema sindical y peronista sino también por buena parte del resto de la clase política nacional. Bussi pudo haber acuñado la consigna “mata pero hace”, una versión más truculenta de la tristemente famosa “roba pero hace” que, por desgracia, dista de haber perdido su vigencia porque, si bien la Argentina es considerado uno de los países más corruptos de América Latina, el tema incide poco en los debates políticos. En este sentido por lo menos, hemos avanzado mucho en los años últimos, pero sería un error dar por descontado que no existe ningún riesgo de una recaída. En su papel de político dispuesto a tolerar, si bien no respetar, las reglas democráticas, Bussi se vio beneficiado enormemente por la pésima imagen que se había granjeado la clase política local que, por cierto, nunca se había destacado por la honestidad de sus integrantes más conspicuos ni por su interés en atenuar los problemas concretos de los tucumanos. Aunque en la actualidad no hay señales de que pueda producirse una reacción similar frente a las presuntas deficiencias de la clase política nacional, el que en circunstancias determinadas el electorado pueda entregarse a la ilusión de que un sujeto de la trayectoria de Bussi está en condiciones de remediarlas debería servirnos de advertencia. En vista de que en última instancia la salud de la democracia depende del desempeño de los representantes elegidos por la ciudadanía, éstos jamás pueden darse el lujo de bajar la guardia, como en opinión de muchos hicieron hace apenas diez años, ya que de difundirse nuevamente la voluntad de que “se vayan todos”, no habría ninguna garantía de que quienes llenaran el vacío así dejado fueran personas comprometidas con el respeto por los derechos humanos fundamentales.


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