Un irreverente detrás de las ollas
Francis Mallmann es el chef de mayor prestigio internacional que tiene hoy la Argentina. Creador de un estilo personal incomparable, amante de la Patagonia, está de regreso en su querida Bariloche para presentar su nuevo libro, “Tierra de fuegos, mi cocina irreverente”, y charlar con el público. Será hoy a las 19:30. Antes conversó con “Río Negro”.
Claudio Andrade
candrade@rionegro.com.ar
Francis Mallmann dice que se puede. Y si lo dice Mallmann, hombre capaz de cocinar en medio de la nada con 20 grados bajo cero, habría que considerarlo.
“Se puede comer por 6 pesos por persona. ¿Por persona dicen que es? Sí, se puede. Si venís a comer a mi casa te ofrecería un menú que andaría por los 6 pesos, un poco de arroz…” (ver recuadro “La receta”), explica Mallmann pero sin verdadero ánimo de polemizar ni de justificar los datos que ofrece el Indec.
A Mallmann le gustan las cosas simples. Llanas. Se toma su rato para cada asunto y de este modo vive. Con esta idea de fondo se hace cargo de su cocina y sus negocios.
Se encuentra cómodamente sentado en un sillón del Hotel Panamericano de Bariloche, el mismo que usó la última vez que pasó por acá la presidenta Cristina Fernández. Su ropa revela calidad y buen gusto, un conjunto que culmina en unos zapatos para hacer senderismo curtidos por largas caminatas a lo largo de playas, montañas y desiertos. Mallmann tiene esa virtud, en el círculo de su personalidad, todo tiende a la armonía por extraña que esta resulte.
Ha venido a Bariloche donde pasó su infancia a presentar el libro “Tierra de fuegos, mi cocina irreverente” (hoy sábado a las 19:30, en la librería de San Martín 243). No tiene casa aquí pero han quedado recuerdos gratos. Su hermano que vive en Lago Moreno y, por supuesto, lo visita. “Me crié en Bariloche y cuando era chico pasábamos el 70 por ciento del día afuera, jugando. Ese contacto con la naturaleza me ayudó más adelante a sentirme preparado para muchas adversidades”, cuenta.
Sus años de constante trabajo dieron sus frutos. Mallmann, para el imaginario colectivo, es antes una celebridad que un cocinero. “Ayer estaba tomando un té con mi mujer en una de las mesas de afuera de un lugar de acá y tuvimos que entrar. No podíamos conversar. La gente venía y venía. Eran interrupciones lindas, pero si querés conversar no se puede”, dice.
Para Mallmann existe otra verdad inquebrantable que contradice cualquier moda: “La cocina no es un arte. Es un oficio, si lo querés convertir en arte lo convertís en algo que no es”, señala.
El chef, escritor, hombre de mundo, conductor, se formó en la tradición y aprendió lo que el oficio exige: cocina francesa, cocina clásica. Una vez que conoció las reglas se atrevió a romperlas. “Hoy la vida para mí es como un tren que no va muy rápido y que va cruzando por los paisajes que me gustan. Pero hay sueños que ya no tengo, no sueño con tener restaurantes en París y Londres, eso ya no está. Me quedan otras cosas otros proyectos, mis restaurantes en la Argentina, mis libros, siempre hay algo”, reflexiona despojado de toda falsa humildad.
Mallmann tiene restaurantes en Mendoza, Buenos Aires y en Uruguay. Cada uno lleva un nombre cargado de significación, intenso: “1884”, “Los Negros”, “Patagonia Sur”, “El Garzón”.
–¿Es tu vida tal como la vemos en la televisión o es un juego de espejos?
–Es mi vida, pero también es la representación de un sueño. Creo que es eso lo que la gente ve en mi más que la cocina. Por esto me hablan y quieren charlar, porque en mis programas represento un sueño, la vida al aire libre, el buen vivir. El contraste entre la comida y un paisaje hermoso. Es como el día de hoy, con un día hermoso en Bariloche, ¿no vas a comer y beberte un buen vaso de vino? Soñar es algo que no deben perder los adultos y mucho menos los niños.
–¿Y remas la vida?
–También. Lucho como cualquiera, aunque tengo un buen paraguas de actividades, restaurantes en distintos lugares, mis libros, mis programas, doy bastantes charlas. Pero padezco si hay un poco de recesión o la baja de turistas de estos meses.
–La cocina es una suerte de gran librería de aromas y sabores. ¿Cómo sintetizas esto y lo desarrollas?
–A medida que crecés pasa el tiempo y se van cayendo tus disfraces. Cuando era joven era arrogante, quizás no en un mal sentido, pero era arrogante al fin. Después entendés que cocinar es también ir hacia el centro de vos mismo. Buscar la simpleza en cada cosa. Yo busco lo simple y te digo: cocinar simple no lo hace cualquiera. Si me invitás a tu casa y me hacés una milanesa con puré y un poco de mostaza, soy el hombre más feliz del mundo. Cuando me invitan a comer siempre me quieren impresionar. Yo con muy poco estoy bien. Y esto se proyecta en el resto de tu vida. Si me traes una pata de jabalí marinada tres días, ¡no, flaco, yo no quiero comer eso! Al final me lo como porque soy educado, pero yo busco otras cosas.
Con su estilo personal e inconfundible, a los 56 años, Mallmann se ha cruzado con distintas generaciones y tendencias. La última es la cocina molecular que no es de su paladar. “El problema es que los jóvenes, como todos los jóvenes, quieren saltarse etapas, saltar los puentes. Entonces quieren ir directamente a la cocina molecular olvidándose de la historia y de la cultura de la cocina. Para cocinar hay que leer la cultura que esta contiene”, subraya.
–Hay que ser muy imaginativo para cocinar, pero para ser imaginativo hay que formarse, es casi una contradicción en el caso de la gente sin recursos.
–Hay que educar también la forma de comprar. Nosotros tenemos un restaurante en Mendoza y vamos al mercado central y nos dedicamos un buen tiempo a encontrar alimentos frescos y de calidad a un precio accesible. Hay que comprar productos estacionales y zonales. ¿Para qué querés comprar un mango que viene en camión después de no sé cuantas horas? La gente compra rápido y en lugares que por ahí no son los más baratos. Así puedes llegar a gastar el doble o el triple.
–Se dice que vas siempre a contramano.
–Soy un irreverente. La rutina y el miedo son dos de las cosas que te paralizan y yo lucho contra eso. Mi libro expresa mi modo de ver la vida, por eso el nombre: “Mi cocina irreverente”. Hay una cosa banal en mi vida, es cierto, los viajes, la ropa, el vino, pero por suerte tengo ese rasgo banal conmigo.
–No te subes a las tendencias.
–Hay una cosa teatral atrás de la cocina molecular. Me sorprende, la respeto y respeto a Ferran Adrià, pero ¿me gusta? No, ¿te saca el hambre? No. No es comer; ¿quién quiere comer eso todos los días? Yo defiendo la cocina de todos los días, a veces será un bife de lomo y a veces un churrasquito de cuadril, si tenés que achicarte puedes hacerlo. Es divertido cocinar para tus hijos. Yo veo a los nuevos chefs ¡que arman unas torres! No hay que toquetear tanto la comida, ¡poné bien la comida en el plato! Si siempre hago la receta más difícil mareo al otro.
–¿Te invitan seguido a comer?
–Me invitan. Y salgo a comer, pero lo que me pasa es que llego y si el chef me reconoce viene y me dice: “Me gustaría mostrarle unos platos”… y yo cierro los ojos porque no quiero. En ocasiones le digo al chef: “No, mirá hoy no, pero te prometo que lo voy a probar después”. Y es verdad, porque no puedo estar todo el tiempo probando ese tipo de comida. No me quejo, hay que hacerse cargo de lo que uno genera. Hoy si mis hijos vienen a mi casa lo más probable es que les haga un arroz con queso y una cebollitas.
Claudio Andrade
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