Un país cada vez más enojado

Las protestas multitudinarias del 18A, como las igualmente impresionantes que se celebraron el año pasado, expresaron la frustración que sienten millones de ciudadanos por lo que está sucediendo en el país y por la incapacidad aparente de la clase política nacional para ponerse a la altura de las circunstancias. El blanco principal de los reclamos fue, por motivos que son dolorosamente evidentes, el gobierno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Ya parece irrefrenable la campaña oficial en contra de la independencia de la Justicia que ha emprendido con el propósito apenas disimulado de impedir que se investiguen los actos de corrupción cometidos por integrantes vinculados con empresarios como el santacruceño Lázaro Báez, un personaje que ocupa un lugar en la imaginación pública similar al de Alfredo Yabrán algunos lustros atrás. Al hacerse sentir el deterioro económico, son cada vez más los indignados por las denuncias que, por desgracia, parecen verosímiles, acerca de la corrupción que es inherente al kirchnerismo, ya que desde que el fundador de la dinastía inició su muy exitosa carrera política en Río Gallegos se dedicó a aprovechar su poder para acumular un patrimonio personal envidiable con la ayuda de sujetos que, claro está, también se enriquecerían a costa de los demás ciudadanos. Asimismo, a esta altura nadie puede negar que la gestión kirchnerista ha sido extraordinariamente ineficaz, lo que no es del todo sorprendente ya que el gobierno siempre ha subordinado absolutamente todo a los intereses políticos inmediatos de la presidenta Cristina, privando a provincias o municipalidades en manos “enemigas” de los recursos que les correspondían, mientras que los “amigos”, tan obsesionados ellos con las internas como el que más, raramente se preocuparon por obras de infraestructura que no les resultarían políticamente rentables en el corto plazo. Así y todo, la forma de hacerse oír que eligieron tantas personas reflejó no sólo su hostilidad hacia el kirchnerismo sino también su falta de confianza en las distintas agrupaciones opositoras. Mal que les pese a los políticos que las integran, pocos se sienten representados por ellos; a muchos les parecen acertadas las críticas que formulan los líderes más mediáticos, pero también querrían que hicieran algo más que hablar en torno de la situación desastrosa del país. Si bien en esta oportunidad muchos dirigentes conocidos participaron en las marchas, la mayoría procuró hacerlo como ciudadanos “comunes”, mezclándose con la gente, sin llamar la atención sobre sus compromisos partidarios. Todos los opositores coinciden en que la democracia se ve amenazada de muerte por la prepotencia atropellada de los kirchneristas, pero parecería que ninguno cree que el peligro así supuesto justificaría un esfuerzo realmente serio por cerrar filas o, cuando menos, por formar a lo sumo dos coaliciones amplias, una de centroderecha y otra de la izquierda moderada. Para todos salvo los dirigentes mismos, tal actitud no se debe a convicciones ideológicas irrenunciables, ya que las diferencias entre los radicales, socialistas y miembros de la Coalición Cívica no son mayores que las que pueden encontrarse en cualquier gran partido norteamericano o europeo, sino al egoísmo mezquino de quienes prefieren continuar liderando un pequeño partido meramente testimonial a resignarse a desempeñar un papel menor en uno que sería capaz de conseguir el apoyo de una proporción sustancial del electorado y por lo tanto aspirar a triunfar en las elecciones próximas. Sin embargo, a menos que la oferta opositora se simplifique drásticamente muy pronto, los kirchneristas, que a juzgar por las encuestas de opinión más recientes se han visto abandonados por casi todos con la excepción de una minoría compacta que se ve conformada mayormente por los beneficiados por las costosas redes clientelistas que han sabido ampliar, podrán continuar actuando como si los respaldara la mayoría abrumadora de la población y en consecuencia tienen pleno derecho a radicalizar un “modelo” disparatado que ya ha provocado grandes estragos al país y que, tal y como están las cosas, no tardará en precipitarse en una crisis inmanejable que con toda seguridad tendría un impacto sumamente negativo en la vida de muchísimas personas.


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