Un Papá Noel que repartía felicidad y generaba temor

La cena navideña era el acontecimiento más lindo del mes, el más esperado, era la vía libre para juntar toda la familia y apenas terminara la comida, el brindis y las lágrimas, salir a esperar a Papá Noel, que nos generaba alegría y temor a la vez.
Todo casero, todo hecho por las manos de la familia era lo que poblaba la mesa, donde no faltaba nada. La abuela solía decir ante cada abrazo que tal vez sería la última Navidad con ella. Y así pasaron los años, tantos que la abuela era requete abuela y seguía en pie.
Teníamos apuro en que todo pasara rápido, que la sobremesa de los grandes nos liberara para salir a la calle a ver la pirotecnia que en ese tiempo inundaba el cielo. Teníamos apuro, pero no tanto por la pirotecnia sino por la llegada de Papá Noel, que no tenía horario, pero que según nuestros cálculos estaría por casa alrededor de las 2 o 3 de la mañana. El desafío era quedarse despiertos para de una buena vez poder ver en persona al hombre de rojo.
Sin embargo, dos menos cuarto más o menos nos agarraba el temor. El hombre traía regalos, posiblemente algunos de los que tanto esperábamos, pero también nos generaba algún temor eso del trineo y el aterrizaje en el patio de casa que no permitía demasiado carreteo. ¿Y si nos ve, qué le decimos, que lo estábamos espiando?.
Todos juntos partíamos cada uno a su casa. No nos separaban más de 50 metros, mientras la sobremesa de los mayores seguía a pleno. Pero volver a casa era taparse hasta la cabeza, esperar, asociar cada ruido con Papá Noel. Eran minutos largos e interminables hasta que nos dormíamos.
Al día siguiente la cuestión era ver quién mentía mejor. Todos lo habíamos visto, pero ninguna descripción coincidía, todos habíamos sido valientes, pero ninguno pudo asomar la nariz para saber quién era ese hombre que repartía felicidad. Esa mañana mostrábamos lo que nos había traído, y recuperábamos la valentía ficticia de ser los únicos niños que vieron un Papá Noel. Era el inicio de una semana de fiesta.


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