Un triunfo lógico

A las autoridades legítimas colombianas no les queda otra opción que emprender una guerra frontal contra la guerrilla que despedaza a su país.

La victoria aplastante que acaba de anotarse en la primera y en esta oportunidad última ronda de las elecciones presidenciales colombianas Alvaro Uribe, independiente que superó por más de veinte puntos a su rival más cercano, el liberal Horacio Serpa, se debió a que, a diferencia de sus contrincantes, se había comprometido a luchar sin cuartel contra las bandas guerrilleras que desde hace tantos años están asolando su país y que, en 1983, asesinaron a su propio padre. Dicha actitud contrasta con la asumida por el presidente actual, Andrés Pastrana, a comienzos de su gestión cuando, al parecer convencido de que le sería posible integrar a organizaciones tan violentas como las FARC y el ELN al sistema democrático, optó por una estrategia negociadora que lo llevaría a cederles amplios territorios. Sin embargo, Pastrana pronto descubriría que los «revolucionarios» no tenían ningún interés en buscar una solución pacífica al embrollo sanguinario que se ha producido. Por una mezcla rara de motivos ideológicos y comerciales -los «marxistas» han adquirido la costumbre de financiar sus actividades colaborando con narcotraficantes-, las FARC y el ELN terminaron obligando a Pastrana a hacerles frente, poniendo fin así a una «tregua» que no había servido para modificar nada.

El fracaso del largo intento de Pastrana de negociar un arreglo mutuamente satisfactorio con la guerrilla era previsible. Si bien sus esfuerzos fueron aplaudidos por «la comunidad internacional», esta entelequia que se ve representada por personajes que por distintas razones siempre propenden a hablar y actuar como si creyeran que en el fondo todos los habitantes del mundo comparten los mismos valores democráticos y aspiraciones materiales, nunca existieron demasiados motivos para suponer que a cambio de algunas concesiones el gobierno colombiano lograría transformar a totalitarios despiadados en moderados respetuosos de la ley y de los derechos ajenos. Esta realidad no tardó en manifestarse. Los atentados terroristas no sólo contra los dirigentes políticos y empresarios sino también contra hombres, mujeres y niños campesinos indefensos, se han multiplicado en los años últimos con consecuencias luctuosas para miles de personas y con toda seguridad continuarán hasta que las fuerzas armadas colombianas logren derrotar a las bandas «revolucionarias» y juzgar para después encarcelar a la mayoría de sus integrantes.

Por supuesto que la firmeza de Uribe supone muchos riesgos: los terroristas son muy pero muy peligrosos, la presencia de bandas de «paramilitares», que son tan brutales como sus enemigos, lo obligará a librar una guerra en dos frentes, la corrupción potenciada por el narcotráfico ha debilitado enormemente al Estado y las fuerzas armadas no se destacan por su profesionalismo. Asimismo, la eventual participación en la lucha de Estados Unidos brindaría a sus adversarios, tanto en Colombia como en el resto de América Latina, un pretexto «nacionalista» inmejorable para atacarlo. En cuanto a su propuesta de armar a campesinos y pobladores para que puedan ayudar a luchar contra los guerrilleros, paramilitares y las mafias de la droga, podría tener consecuencias realmente desastrosas en un país que ya está entre los más violentos del mundo entero. Con todo, dadas las circunstancias, a las autoridades legítimas colombianas no les queda otra alternativa que la de emprender una guerra frontal contra las plagas que están despedazando a su país. Puesto que ya han probado las demás opciones y todas han fracasado, el Estado tendrá que recuperar el monopolio de la violencia. Sería de esperar que otros países latinoamericanos colaboraran con la ofensiva que ya se ha iniciado, pero la verdad es que no es muy probable que muchos lo hagan por temor al «contagio» y también por no querer ser blancos de agrupaciones izquierdistas locales que, es innecesario decirlo, tratarán a Uribe como un «ultraderechista» vendido a los norteamericanos que se opone a un movimiento «popular». Dicha opinión no está compartida por el pueblo colombiano que, harta de la violencia sin límites, ha dado a Uribe una mayoría realmente contundente, pero, claro está, tales detalles no suelen impresionar a quienes anteponen sus propios perjuicios al destino de personas de carne y hueso.


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