Una cuestión estratégica

Con frecuencia, se acusa al gobierno kirchnerista de actuar como si confiara en que la extraordinariamente favorable coyuntura económica internacional que tantos beneficios nos ha supuesto duraría para siempre, motivo por el que no ha aprovechado la oportunidad para impulsar reformas que nos permitirían enfrentar un período menos benigno. ¿Tienen razón quienes piensan así? Sólo hasta cierto punto. A pesar de estar convencido de que merced a la evolución reciente de la economía mundial la situación internacional continuará privilegiándonos, el gobierno no parece tener interés alguno en preparar al país para una etapa acaso prolongada signada por precios muy altos para los bienes que está en condiciones de producir en abundancia. Antes bien, brinda la impresión de estar resuelto a impedir que los cambios que están modificando drásticamente el escenario internacional repercutan en la economía nacional. Lo mismo que un conejo que se queda paralizado en medio de la ruta por los faros de los coches que se le acercan a alta velocidad, sólo quiere que las cosas sigan como están.

Además de costarnos una crisis energética de proporciones, el inmovilismo característico del gobierno actual está en la raíz de la rebelión del campo contra la política económica oficial. No sólo se trata de la reacción lógica ante las retenciones leoninas que tendrá que pagar el puñado de grandes empresas que dominan el complejo sojero, sino también de la frustración que sienten decenas de miles de productores agrarios menores, ganaderos y chacareros por la actitud de un gobierno que, lejos de querer estimular sus actividades, parece decidido a asfixiarlos, abrumándolos con impuestos y prohibiéndoles exportar por razones netamente ideológicas. Para el ex presidente Néstor Kirchner y su esposa, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, los productores rurales son «oligarcas», mientras que voceros oficialistas improvisados como el jefe de la CGT, Hugo Moyano, y el líder piquetero Luis D'Elía -empleando términos que a esta altura suenan penosamente anticuados- no vacilan en calificarlos de la «aristocracia del campo» o el «antipueblo».

Ideas como las esgrimidas por los Kirchner y por sus aliados están en la raíz de la paradoja sólo aparente de que la Argentina, que por sus ventajas naturales debería ser por lo menos tan rica como Australia y Canadá, sea un país relativamente pobre, uno que para más señas suele considerarse protagonista del fracaso económico más llamativo del siglo XX. A diferencia de las elites políticas australianas y canadienses que nunca se permitieron olvidar que su prosperidad dependía en buena medida de la explotación de sus recursos naturales, una proporción importante de nuestros dirigentes se dejó cautivar por la noción insensata de que sería del interés nacional castigar a los agricultores por los pecados a su juicio cometidos por los latifundistas del pasado, obligándolos a limitarse a subsidiar a las por lo común precarias iniciativas industriales y asegurar que los obreros urbanos pésimamente remunerados contaran con alimentos baratos, además, claro está, de aportar dinero a las arcas de los políticos más poderosos de turno.

Los resultados de la «estrategia» así supuesta están a la vista. Las exportaciones argentinas equivalen a una pequeña fracción de las canadienses y las australianas. Con irresponsabilidad apenas creíble, el gobierno se las ha arreglado para privarnos de mercados extranjeros duramente conquistados para la carne vacuna. Y tal y como están las cosas, conseguirá minimizar los beneficios que nos reporte el hecho de que de ahora en más los precios mundiales de los productos alimentarios serán con toda probabilidad mucho más altos de lo que ha sido el caso a partir de mediados del siglo pasado. Cuando la presidenta se encuentra con dirigentes de otros países suele decirles que la Argentina está en condiciones de alimentar a más de 500 millones de personas, lo que hace pensar que es consciente de que nuestro futuro económico dependerá en buena medida de la evolución del agro pero, presa de los prejuicios de su propio círculo áulico, sigue mostrándose reacia a repensar una estrategia económica que dadas las circunstancias difícilmente podría ser más contraproducente.


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