Una película vieja

Toda vez que inicia su gestión un nuevo gobierno, sus jefes se declaran resueltos a asegurar que por fin sean castigados los corruptos que tantos prejuicios nos han ocasionado. Es que como señaló el ministro de Justicia, Gustavo Beliz, “la gente quiere ver presos a los funcionarios que robaron, pero no en cárceles VIP”. Sin embargo, por tratarse siempre de fechorías presuntamente perpetradas por integrantes del gobierno anterior, los perseguidos suelen ser adversarios políticos de quienes se proclaman resueltos a reducir la corrupción a un nivel menos escandaloso que el habitual en nuestro país. Así, pues, para los militares que en 1976 hicieron hincapié en la necesidad urgente de llevar a cabo una limpieza generalizada, la palabra “corrupto” era sinónimo de “peronista”, para los radicales de Raúl Alfonsín los corruptos eran los militares y sus socios, para los peronistas de Carlos Menem los ladrones eran radicales y para los seguidores de Néstor Kirchner la corrupción fue una especialidad menemista o, quizás, delarruista. Por ahora no parece demasiado probable que el gobierno dé prioridad a las actividades cuestionables de ciertos compañeros vinculados con Eduardo Duhalde, pero en el caso de que lo hiciera los afectados lo atribuirían a la lucha por el liderazgo del movimiento peronista.     Lo entiendan o no Kirchner y Beliz, el que todas las campañas contra la corrupción que se han organizado en las décadas últimas se hayan asemejado demasiado a ofensivas políticas, cuando no personales, que habrían sido emprendidas con el propósito de desprestigiar a los adversarios, plantea un problema muy difícil a los auténticamente conscientes de los estragos tremendos que fueron causados por un mal que ha contribuido mucho a la decadencia de un país antes considerado muy promisorio. Además de permitirles a los acusados afirmar, sin equivocarse por completo, ser blancos de la persecución política, estimula el oportunismo de quienes suponen que la mejor forma de mantenerse a salvo de los investigadores consistirá en congraciarse con el gobierno de turno que, al fin y al cabo, no quisiera ver encarcelados a sus propios partidarios aunque sólo fuera por temor a que lo privara de la autoridad moral que tanto necesita.

Para sorpresa de nadie, la lista negra de Kirchner se ve encabezada por los mismos “emblemáticos” que figuraban en la nómina que fue elaborada varios años antes por los líderes de la Alianza: Menem, su secretario privado Ramón Hernández y, huelga decirlo, María Julia Alsogaray. Puede que dichos personajes merezcan todo cuanto les espere, pero aun así por tratarse de “menemistas” no podrá sino sospecharse que su crimen principal ha sido oponerse al santacruceño y encarnar a su manera particular una teoría económica que ya no está de moda. También es de prever que los muchos que se vieron catalogados como malos contraataquen investigando minuciosamente los ingresos recientes y los patrimonios abultados tanto del presidente y su esposa como de otras personas vinculadas con el gobierno. Aunque resultara que, para asombro de los demás, todos hubieran sabido resistirse a las tentaciones ubicuas propias de una sociedad en la que la corrupción siempre ha sido endémica, probarlo no sería nada fácil.

Si la fracción actualmente dominante de la clase política nacional realmente quiere que en este ámbito la Argentina tenga más en común con Dinamarca y Nueva Zelanda que con Paraguay y el Congo, tendría que permitir la formación de una comisión totalmente apolítica, de preferencia con algunos miembros extranjeros de trayectoria intachable y de gran prestigio, dotada del poder necesario para investigar con profundidad los patrimonios de todos los hombres públicos sin excepción sean éstos oficialistas u opositores.  De otro modo, las ya rutinarias campañas inevitablemente politizadas seguirán sucediéndose y, cada tres o cuatro años, “la gente” comenzará a opinar que el gobierno es “el más corrupto de la historia”, juicio que se verá refrendado por Transparencia Internacional por depender la consultora con sede en Alemania de las opiniones de los empresarios y de los miembros de diversas organizaciones no gubernamentales que, como es natural, reflejan el clima preponderante en un momento determinado.


Toda vez que inicia su gestión un nuevo gobierno, sus jefes se declaran resueltos a asegurar que por fin sean castigados los corruptos que tantos prejuicios nos han ocasionado. Es que como señaló el ministro de Justicia, Gustavo Beliz, “la gente quiere ver presos a los funcionarios que robaron, pero no en cárceles VIP”. Sin embargo, por tratarse siempre de fechorías presuntamente perpetradas por integrantes del gobierno anterior, los perseguidos suelen ser adversarios políticos de quienes se proclaman resueltos a reducir la corrupción a un nivel menos escandaloso que el habitual en nuestro país. Así, pues, para los militares que en 1976 hicieron hincapié en la necesidad urgente de llevar a cabo una limpieza generalizada, la palabra “corrupto” era sinónimo de “peronista”, para los radicales de Raúl Alfonsín los corruptos eran los militares y sus socios, para los peronistas de Carlos Menem los ladrones eran radicales y para los seguidores de Néstor Kirchner la corrupción fue una especialidad menemista o, quizás, delarruista. Por ahora no parece demasiado probable que el gobierno dé prioridad a las actividades cuestionables de ciertos compañeros vinculados con Eduardo Duhalde, pero en el caso de que lo hiciera los afectados lo atribuirían a la lucha por el liderazgo del movimiento peronista.     Lo entiendan o no Kirchner y Beliz, el que todas las campañas contra la corrupción que se han organizado en las décadas últimas se hayan asemejado demasiado a ofensivas políticas, cuando no personales, que habrían sido emprendidas con el propósito de desprestigiar a los adversarios, plantea un problema muy difícil a los auténticamente conscientes de los estragos tremendos que fueron causados por un mal que ha contribuido mucho a la decadencia de un país antes considerado muy promisorio. Además de permitirles a los acusados afirmar, sin equivocarse por completo, ser blancos de la persecución política, estimula el oportunismo de quienes suponen que la mejor forma de mantenerse a salvo de los investigadores consistirá en congraciarse con el gobierno de turno que, al fin y al cabo, no quisiera ver encarcelados a sus propios partidarios aunque sólo fuera por temor a que lo privara de la autoridad moral que tanto necesita.

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