Viaje al centro del eclipse: la historia de un encuentro increíble en la Línea Sur

El cono de sombra reunió en un campo a 25 km de El Cuy a astrofotógrafos, gauchos, familias con ganas de disfrutar de la aventura y fanáticos de los eclipses. De esa mezcla salieron dos días que nadie olvidará.

Justo en la mitad del recorrido del cono de sombra entre la cordillera y el mar, en una estancia a 25 km de El Cuy en la Línea Sur de Río Negro, un puñado de mujeres y hombres viven la previa de un día histórico. Cae la noche del domingo, está nublado y el pronóstico no es alentador. El lunes pasará por aquí el eje central del eclipse y dos astrofotógrafos de Buenos Aires, una pareja porteña con dos hijos que aman la naturaleza y la aventura y un apasionado por los fenómenos astronómicos del sur bonaerense que acaba de llegar después de manejar más de 1200 km, se suman a los anfitriones en la estancia Santa Ana 1913.

Joaquín Pichimil lo vivió desde la estancia donde trabaja. «No me olvido más del resplandor del sol». Foto: Alejandro Carnevale.

Entre ellos está Joaquín Pichimil, el hombre que lleva una vida de trabajo en el campo y que sabe amansar potrillos con la palabra y la caricia. Como todos por aquí, está ansioso por ver el momento en que La luna bloquee al Sol y eso eclipse la rutina de ovejas que pastorean, los fardos para los caballos, las alambradas a reparar. “Va ser lindo verlo, me da curiosidad, nunca vi algo así”, dice.

En la radio informan que pasarán muchos años hasta que vuelva a suceder algo similar en esta tierra donde para producir lana y vender corderos hay que pelearle a la aridez, la sequía, el zorro colorado y el puma. En el corral está Bartola, la pastora de los Pirineos que vive con las ovejas y ahuyenta a los predadores. Escapa al contacto con los humanos y no se deja tocar, sabe cuál es su misión.

Mientras los astrónomos informan que el próximo eclipse total de Sol en Río Negro pasará por Jacobacci y el Alto Valle en el 2103, aquí ahora hay incertidumbre por las nubes y todos se encomiendan a los dioses del tiempo, mientras los astrofotógrafos tiran una buena. “Ayer estaba así y después limpió, vimos un espectáculo increíble”, dice Marcelo y su optimismo contagia al grupo.

Marcelo y Leo, astrofotógrafos aficionados y amigos. Viajaron desde Buenos Aires. «Valió la pena hacer 1.200 km para ver esto. Fue impresionante», dice Marcelo. Foto: Alejandro Carnevale.

A él y a su amigo Leo se les iluminan los ojos cuando relatan cómo brillaban la noche anterior las estrellas en el cielo puro de la Patagonia. Marcelo explica que el índice de contaminación lumínica es 0 en el Océano Pacífico y 10 en Las Vegas. “¿Sabés cuánto es acá? 0,1. Estamos en el lugar ideal”, dice mientras arma el equipo para volver asomarse a las galaxias.

Santiago, el bonaerense de Adrogué que no se pierde las transmisiones de la Nasa y se prometió ir al próximo eclipse después de ver por la tele el de San Juan, pispeó esa inmensidad mágica desde la ventana de su auto, donde durmió. Insistió tanto y con tanta pasión para venir que al final los dueños de casa lo dejaron. «Duermo en la carpa o en el auto, pero por favor déjenme ir», dijo. Y se ganó su lugar, en un ranking armado por estricto orden de emoción.

Eclipse Solar total. Fotos de Alejandro Carnevale

A su lado, Carlos Drachemberg asiente, pero no le preocupa tanto el eclipse, le preocupa más, explica, que no puede parar la sarna en las ovejas aunque ya las vacunaron cinco veces este año, su pandemia, le preocupa más que se le murieron 400 este invierno allá arriba atrapadas por un metro de nieve, que haya muchos más empleados del Senasa en la oficina que en los campos. «El Estado tiene que estar», dice. Y ruega que el lunes no enciendan fuego los que invadan para hacer un asadito porque se puede descontrolar sin remedio.

Alejandro Carnevale, fotógrafo de Río Negro, en el punto donde tomo las imágenes del eclipse, a 27 km de El Cuy. Foto: Gonzalo Maldonado.

Al mismo tiempo, con su nieta Emilia en brazos, una alegría lo desborda: sus cuatro hijos (Florencia, Victoria, Ignacio, Nazarena) volvieron ahora al campo luego de partir a La Plata para estudiar carreras que los alejaban de su mundo: biotecnología y biología molecular, ingeniería industrial, corredor inmobiliario, administración de empresas.

Todos conservan sus trabajos, pero los trajo de vuelta, con sus parejas, el impulso de armar una movida turística aquí, acompañar a su padre desde ese lado. «Es duro el desarraigo, es duro no verlos y estar solo en el campo. Me da felicidad que hayan vuelto», dice. «Es como si todo acá se hubiera rejuvenecido, es hermosa esa sensación», dice Silvia Moriones Assef, su compañera en la aventura de la vida.

Florencia y Silvia, su mamá. En los últimos días, antes de partir de Roca a El Cuy, recibieron decenas de llamadas de gente que quería ir y debieron decir que no a la gran mayoría: se quedaron sin lugar. Foto: Alejandro Carnevale.

El eclipse iba a ser el punto de partida, pero la pandemia lo complicó todo en este lugar donde en 1913 empezó a escribir la historia don Juan Arostegui, cuando levantó en el medio de la nada un almacén de ramos generales que se hizo posta para las carretas que transportaban mercaderías entre Bariloche y el Alto Valle.

Si antes estaba en el centro de las travesías de los mercaderes, ahora está en el eje del eclipse, con su nieto Carlos al frente de la estancia y su bisnieta Florencia de la organización de las visitas. Por eso debió decir que no unas 30 veces al día en estos días de diciembre: solo un pequeño grupo pudo entrar aquí para cumplir con los protocolos sanitarios.

Hasta seis oficiales del Ejército de los Estados Unidos se quedaron sin poder viajar y cancelaron las reservas. Al principio argumentaban que estaban lejos del virus, que ese era un asunto cercano a la frontera con México, pero después aceptaron que no era posible visitar la lejana Patagonia.

Aquí no hay señal de celular ni conexión a Internet y Agustina, la hija de 13 años de Joaquín, juega al ajedrez que le prestaron los chicos porteños con Leo, el astrofotógrafo. Cursa el secundario con orientación agropecuaria en Roca y a su hermano mayor, Pablo, le falta un año para terminarlo en El Cuy. Eso llena de orgullo a su padre, que no pudo pasar de segundo grado porque debió ir a trabajar al campo bien de chico, como la mayoría de sus 15 hermanos.

Joaquín Pichimil y su hijo Pablo en plena vacunación. Es la quinta dosis de este año y no logran frenar la sarna. Foto: Alejandro Carnevale.

Aquí, el contacto con la policía y el centro de salud es a través de un equipo de radio de esos que trajo para las ambulancias la directora del Hospital de El Cuy, la agente sanitaria María Goicoechea apenas llegó en el 2016, a puro sentido común: ¿cómo llegar rápido a las emergencias si se enteraban solo cuando alguien se acercaba a avisar?

Carlos lo sabe bien: en la Navidad del 2003 fue a dar una mano a unos 4 km cuando supo de un accidente tras un derrape en la tierra de la ruta 8 y un chico de Jacobacci, malherido, agonizaba. Otro conductor hizo los 30 km hasta el hospital, pero cuando llegó la ambulancia, ya no respiraba.

Carlos se había quedado a su lado, para asistirlo si encontraba una manera y sufrió la desesperación de no poder hacer nada frente a esa vida que se iba y que una cruz recuerda a la vera del camino. La antena que ahora permite comunicar a la red que une al hospital, los vecinos y el destacamento policial está en su campo, en lo alto de un cerro.

Historias detrás del punto que hallaron en el Google Maps los visitantes para ver el eclipse. Escuchan con los ojos bien abiertos alrededor del fogón en la previa del gran día que los trajo hasta acá.

El lunes amaneció nublado, pero el viento que sopló con furia durante la madrugada de a poco comenzó a correr las nubes por la mañana, mientras en la ruta 6 se hacía cada vez más larga la fila de vehículos apostados de cara a un espectáculo natural extraordinario.

Muchos se apostaron en las afueras de El Cuy para ser testigos de un día histórico. Foto: Carolina Bonacchi.

A eso de las nueve llegaron a la estancia Leo y Cecilia desde Buenos Aires, tras hacer noche en Roca. “Una vez vi un eclipse del 60% en la ciudad. Desde entonces sueño con esto. Va a ser inolvidable. Lo digo y me emociono”, explica él. También arribó Inés, del Servicio Meteorológico Nacional, para hacer mediciones y se integró al grupo con buena onda, prendida en la charla y dispuesta a responder todas las consultas.

Las nubes coparon el cielo la noche previa. Foto: Alejandro Carnevale.

A las 13.11 el día se hizo noche. Mariana, Nico y sus dos hijos Francisco y Agustín lo vieron acostados en la tierra campo adentro, los lentes puestos. Ante sus ojos aparecieron Venus, Mercurio, Júpiter y Saturno, pensaron que eran estrellas y después les explicaron que eran planetas, las nubes se les corrieron justito.

Nico, Mariana y sus dos hijos Francisco y Agustín exploran la inmensidad patagónica el día anterior al eclipse. Foto: Alejandro Carnevale.

Abajo, los caballos relincharon, las ovejas corrieron en fila, los pájaros buscaron refugio, el gallo se fue sin que nadie lo pudiera encontrar. «Nos habían dicho que estuviéramos atentos a las reacciones de los animales. Fue sorprendente lo que pasó con ellos», cuenta Silvia.

A Romina, la cocinera que se llevó los aplausos por la mano justa para los tallarines con cordero y la pizza, al principio le parecía extraño tanto revuelo, pero se asombró cuando Marcelo la invitó a mirar por el telescopio. “Me sorprendió lo que vi. Que lindo que venga gente así a visitarnos”, dice.

Joaquín Pichimil y su hija Agustina. Foto: Alejandro Carnevale.

A Leo no le entraba la felicidad en el cuerpo. «Qué flash», repetía. Y Laura, que vino con ellos, se alegró de que esta maravilla trajera felicidad en un año tan triste. Carlos, que corría de un lado para el otro atento a los que encendían fuegos, admitía que ahora sí entendía por qué hay gente que hace 1300 kilómetros por dos minutos y 10 segundos de oscuridad en pleno mediodía.

Silvia aun estaba asombrada por el frío sobrenatural de los minutos previos, mientras Joaquín y sus hijos Pablo, Agustina y Mili caminaban abrazados rumbo al asado. Y si los planetas se alinearon en ese día que jamás olvidarán, hubo tiempo para otro gesto, el de los astrofotógrafos: les dejaron la plata a Florencia y Silvia para que cuando vayan a Roca compren un ajedrez para Agustina de parte de sus amigos de Buenos Aires. Después fue el momento de armar los bolsos y la despedida: la aventura compartida al norte de la Patagonia empezaba a ser un hermoso recuerdo que nada eclipsará.


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