El populismo frente a su Waterloo

El populismo argentino se enfrenta a su Waterloo. La indestructible soldadura que los populismos latinos realizan entre la figura del caudillo y el proyecto al cual adhieren los confronta, tarde o temprano, al hecho de que la caída o desaparición del líder provoque de modo inevitable el estallido del proyecto.

Esto explica la incapacidad de siquiera concebir la posibilidad de que sus líderes sean eventualmente personalidades obsesionadas por la sensualidad del poder y del dinero, para los cuales el “proyecto” no sea más que la cobertura que garantiza la obtención de sus objetivos personales, sean el dinero, el poder o ambos, algo de lo cual la historia política está llena de ejemplos, ya desde las antiguas tiranías griegas. Ignoran la primera ley de la democracia: la de que se debe desconfiar por principio de los representantes a los cuales el pueblo delega su poder.

Aun los muchos adherentes sinceramente contrarios a la corrupción o a conductas éticamente reprochables quedan prisioneros de ese desesperante dilema y se ven obligados a defender lo indefendible y a amurallar contra toda critica la figura de quienes conciben, con razón, como el único garante del cumplimiento de sus expectativas.

La única solución para no depender de la azarosa y casi siempre imposible perpetuación del líder es la de un concepto despreciado en todos los niveles por el populismo: el de institucionalización, que supone un mecanismo de separación de la organización de las figuras circunstanciales que puedan liderarlos. En el terreno de la conformación de una fuerza política la institucionalidad se obtiene por medio de un partido político organizado, con un programa y una estructura apoyada en las convicciones y la participación de sus adherentes, que trascienda a las personas y sostenga el proyecto en la duradera autoorganización democrática de la parte del pueblo que crea en él.

Pero es imposible que el populismo pueda articularse como partido político democrático, por dos razones fundamentales. La primera es la incapacidad de articular un programa político lo suficientemente determinado como para constituir un partido. El populismo se basa en la movilización emocional de consignas abstractas e indeterminadas, como pueblo, nación, patria, antiimperialismo, etc., y en la oferta de soluciones simples que eluden todas las complejidades de los problemas. La reflexión sobre medios e instrumentos está fuera de lo explicitado, y delegado a la capacidad del líder de decidirlos según las circunstancias.

En segundo lugar, no cree en la capacidad del “pueblo” de organizarse a sí mismo y ser el sostén duradero de un proyecto. Es inmanente a su forma de concebir la política la idea de que el pueblo, esa masa en principio difusa, sin organización ni conciencia, sólo se convierte en agente activo cuando se une alrededor de la figura de un caudillo que comprende y expresa sus verdaderos intereses. Sólo marchando con fe ciega detrás de los acordes de la flauta del conductor, el pueblo adquiere conciencia y comprensión de sus intereses. Por esa razón, cuando el voto popular les da la espalda al caudillo y a la elite que lo rodea, ese pueblo maravilloso y pleno de conciencia se transforma en una desorientada masa que se deja engañar por la manipulación mediática y discursos engañosos de sus enemigos. Difícil pensar en una forma más flagrante de desprecio a la capacidad del pueblo para decidir por sí mismo y ser el auténtico protagonista de la historia. La aristocrática idea de la necesidad de tutelaje a una masa incapaz de cuidar de sí misma es intrínseca a la concepción populista.

A pesar de esto, el populismo gusta de designar con el nombre de democracia a estas esporádicas uniones místicas entre un jefe carismático y una fracción del pueblo que se entrega sin condiciones a él. Así, por ejemplo, el terrateniente Rosas, que gobernó veinte años con el suma del poder público, fue un líder democrático, mientras Rivadavia, quien impulsó una reforma agraria y la ley de sufragio universal, una expresión de elitismo antipopular.

Más allá del evidente abuso del término “democracia”, esta convicción revela la incompatibilidad entre las reglas con que juega el populismo y las de un régimen de república constitucional. En este son esenciales la discontinuidad en el poder de las personas, la permanencia de los partidos políticos y la idea de que el pueblo es simplemente la totalidad de los ciudadanos y que se expresa sólo por sí mismo, decidiendo en cada elección cuáles son los dirigentes y el proyecto que lo representan.

En otras palabras, no logra comprender la diferencia entre gobierno de las instituciones y gobierno de las personas. Esta es, posiblemente, la razón más profunda de la grieta.

Parecen ignorar la primera ley de la democracia: la de que se debe desconfiar por principio de los representantes a los cuales el pueblo delega su poder.

El populismo se basa en la movilización emocional de consignas indeterminadas como pueblo, nación, patria, antiimperialismo, etc.,
y en la oferta de soluciones simples.

Datos

Parecen ignorar la primera ley de la democracia: la de que se debe desconfiar por principio de los representantes a los cuales el pueblo delega su poder.
El populismo se basa en la movilización emocional de consignas indeterminadas como pueblo, nación, patria, antiimperialismo, etc.,
y en la oferta de soluciones simples.

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