Usos de la violencia

La incógnita es cuál va a ser el precio. Circularon en estos días versiones sobre el costo político que ha tenido que enfrentar Mauricio Macri por el ajuste en las jubilaciones. Se escuchó que la mayoría se opone a la iniciativa, que cayó la imagen del presidente a niveles anteriores a octubre, que el proyecto golpeó en su propio universo de votantes. De todas esas consecuencias podría eventualmente recuperarse cualquier gobierno legítimo después de una decisión impopular. Resulta menos claro en cambio cuánto habrá de cobrarle a la Argentina la reaparición de la violencia política.

Un sector de la política que no es menor considera que la oposición a Macri constituye un acto de resistencia. El concepto no es nuevo, arrancó con su gobierno. Rechaza lo que según ese imaginario Macri representa. Una supuesta continuidad histórica de los gobiernos antipopulares y las dictaduras del siglo pasado. El rechazo incluye a los que votan por Macri y a sus aliados eventuales. Por eso los gobernadores que acordaron el paquete fiscal son prostitutas, el senador Miguel Pichetto es un traidor y el diputado Martín Lousteau, que votó en contra de la ley previsional pero acompaña otras iniciativas del gobierno, merece ser increpado en la calles por quienes se oponen a la reforma del sistema de jubilaciones privilegiadas del Banco de la Provincia de Buenos Aires.

No se trata de repartir culpas. Pero la responsabilidad no parece estar sólo allí. Resulta curioso cómo todos los sectores actuaron de una forma que propiciara la escalada de violencia.

Después de un primer escándalo durante el debate en comisión de los cambios previsionales, todo indicaba que el escenario se iba a estrechar. El jueves 14 el gobierno buscó ahogar la protesta callejera con un operativo de represión de las fuerzas de seguridad federales durante su tratamiento en el recinto. El operativo se fue de cauce. Sumado a errores de cálculo parlamentario y a la abierta rebelión del bloque kirchnerista, el oficialismo debió bajar la sesión. Ante el anuncio de una nueva marcha, el gobierno decidió reemplazar el lunes a las fuerzas federales por las de la Policía de la Ciudad. Amparado en una orden judicial confusa, esta vez optó por la inacción: se vivieron largas horas de un virtual estado de indefensión pública.

Aquí hubo un extraño y peligroso punto de convergencia. Tal vez haya sido el motivo del desasosiego que dejó la triste jornada del lunes. La violencia pasaba a ser fenómeno funcional tanto a las tácticas del gobierno como a las de la oposición.

Para el gobierno, el estallido de violencia ponía al descubierto los planes de coacción contra uno de los poderes del Estado de un sector cada vez más radicalizado de la oposición en el que han confluido el kirchnerismo y la izquierda. El gobierno preservó la seguridad del Congreso. Pero desistió del control de la calle y dejó hacer. Se asistió a partir de entonces a un despliegue de violencia organizada, que hizo rememorar épocas trágicas, sobre el que se montó la acción de grupos de vándalos y lúmpenes. Testimonios de los vecinos hablan de horas de verdadero terror. Más de 80 policías resultaron heridos.

Para la oposición, el trámite parlamentario estaba perdido. Pero la violencia podía actuar en efecto como un disuasivo para que el oficialismo desistiera de seguir adelante con la sesión. Hubiera sido un nuevo golpe contra el programa de reformas. La amenaza de una muerte en las inmediaciones del Congreso impedía cualquier debate. Pareció haber un verdadero clamor entre legisladores de la oposición para que esa muerte se consumara.

Se abren muchos interrogantes ante lo que parece una escalada en la lógica de la polarización. ¿La violencia del lunes ha sido un hecho aislado? ¿Representa el pasaje a una etapa superior de la “resistencia” a Macri? ¿Será a partir de ahora la violencia una herramienta considerada legítima para un sector de la política? ¿Un vehículo mediante el cual el gobierno termine legitimando la aplicación de políticas contrarias al interés popular?


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