“El gallito real”, un cuento de Nélida Rajneri

Esta es la historia de un gallito que vivía orgulloso de su colorido plumaje. Y tenía razón. No había en la vecindad ni fuera de ella, alguien que tuviera plumas tan brillantes y multicolores como nuestro personaje.

Así como entre los nada hermosos pavos existe el bellísimo pavo real, en nuestro cuento existe este bellísimo gallito a quién llamaremos, si les parece, gallito real.

Lamentablemente, tenía varios defectos, por ejemplo, vanagloriarse permanentemente de su belleza lo que lo tornaba bastante antipático. Y como si esto fuera poco, comenzó a contar episodios de su vida, al principio reales, pero que poco a fue adornando a placer, hasta convertirse en el héroe de sus novelas. Lo peor es que acabó creyendo sus fantasías. A partir de entonces no hubo nada que pudiera controlarlo. Se convirtió en un embustero redomado a quien ninguno creía una palabra, hasta cuando decía la verdad. Es el triste destino de todos los mentirosos.

Mientras tanto estaba ocurriendo algo muy raro. Por donde hablaba, que era con demasiada frecuencia, se veían diseminadas en el suelo plumas de variados colores. Al principio no le dio mayor importancia, pero a medida que fueron acreciendo sus mentiras, y la cantidad de plumas caídas, comenzó a preocuparse.

–¿Qué estará pasando? ¿Necesitaré un tónico fortalecedor de plumas?– se decía.

Y volando fue a la farmacia a comprarse el remedio, que lo único que le produjo fue un tremendo escozor, mientras las hermosas plumas seguían cayendo sin conmoverse por su tristeza.

Como era mentiroso, pero no tonto, resolvió investigar el porqué de lo que le estaba pasando

Lo primero que advirtió fue que las plumas caían cuando hablaba con sus amigos. Es que era en ese corrillo donde nuestro gallito dejaba correr su fantasía, contando cada vez más aventuras increíbles, en las que él era el héroe invencible. Por fin se dio cuenta, demasiado tarde, de que por cada mentira que contaba se le caía una pluma. Y tantas y tan frecuentes fueron sus falsedades, que se quedó totalmente pelado.

Pero su calvario recién comenzaba. Una cosa es saberse pelado y otra verse pelado. Cuando se miró en el espejo del lago, no podía creer que fuera él. Miraba a su alrededor una y otra vez, para ver donde estaba el pollo feo y desplumado que aparecía reflejado.

Tardó mucho, muchísimo, en aceptar que el maltrecho que estaba viendo era él, el hermoso y vanidoso creador de fantasías. Y se dio cuenta también que se había convertido en eso por culpa de sus mentiras. Que las miradas que él creía de admiración, eran de desilusión y enojo por verlo tan ufano. Que tendría que cambiar mucho para volver a ser el gallito creíble y querido por todos.

Sabía que no iba a ser nada fácil, pero nunca lo creyó tan difícil. Le costó tanto, tanto, que a veces lloraba pensando que no lo lograría jamás. Pero lo logró y se sintió inmensamente feliz porque volvió a tener amigos. Nunca más se acercó al lago para mirarse, así que no advirtió que poco a poco le fueron creciendo las plumas tan brillantes y multicolores como antes.

Fue mucho después que se acercó al lago. Y volvió a producirse el mismo episodio que cuando se quedó pelado. Miraba a su alrededor una y otra vez buscando al hermoso gallito que se reflejaba en sus aguas, hasta que se dio cuenta de que era él. Que el gallito desplumado en que se había convertido había recuperado sus plumas de siempre. Que no necesitaba el tónico reconstituyente. Que lo que sí necesitaba era dejar de mentir y de ufanarse de su belleza. Que la hermosura de su pelaje no era un producto de su esfuerzo, sino un regalo de la naturaleza. De lo que sí debía hacerse responsable era de sus mentiras. Y, parafraseando un sabio refrán, también comprendió que “debajo de cada pelaje, hay un pollo desnudo”.

Eso le enseñó a ser humilde y entender que lo bueno generalmente es difícil de conseguir pero sí es posible ser mejor.

Y así termina este cuento
del gallito mentiroso
que recobró su belleza
cuando dijo la verdad.


¿Por qué escribo cuentos?



Porque amo los cuentos desde siempre, tanto cuando los leía, de pequeña como cuando los recreaba o creaba, y muchos años después para mis nietos.

Desde mi más tierna infancia, ellos me llevaban a un mundo maravilloso en donde los buenos eran premiados y los malos sancionados. Un mundo justo, feliz en el que todo terminaba bien, y en el que desfilaban personajes y episodios que me hacían palpitar el corazón de ternura o de miedo.

Era en la colección del Tesoro de la Juventud, donde estaban los cuentos que leía en mi infancia desde que aprendí a leer. Me veo en la escuela, sentadita en los recreos, con un tomo en mis manos, leyendo absorta los cuentos. Recuerdo también que amigos le comentaban risueños a papá, que caminando por las veredas de arena de mi Roca de la infancia, me detenía a leer cuanto papel en el suelo me llamaba la atención. Me veo también años después, sacando sin ningún tipo de control ejemplares de la librería de papá, por ejemplo Vida y Orgías de los Papas y Las Cortesanas que me introdujeron en un mundo extraño y perturbador que me llenaban de preguntas que no podía hacer. Recuerdo con claridad cuando un día vinieron hermanas del colegio María Auxiliadora a comprar todos los ejemplares del libro de los papas para quemarlos.

Estoy segura de que mi amor por la lectura, proviene de esa pasión infantil por los cuentos, que se transformó con los años, en admiración por la palabra, el instrumento maravilloso que convierte al otro en nosotros, tanto en las coincidencias como en las diferencias. No tengo dudas que fueron los cuentos los que me convirtieron en una lectora insaciable y en una súbdita de la palabra. Porque es la palabra del otro la que nos llena de conocimientos, la que permite, sin movernos, conocer el mundo en que vivimos. La que nos permite mirarnos y reconocernos en el otro. Es la que nos une y nos separa, porque nos identifica y al mismo tiempo nos diferencia. Es la que nos permite conocer el amor, la solidaridad, el encuentro, la justicia y la aceptación incondicional del otro. Pero también está la palabra que hiere, separa, desvaloriza, ciega, fanatiza. Pero nada nos debe impedir luchar para que el otro se convierta en el nosotros.

Es la palabra, en fin, la que me permitió trasmitir lo que siento, a través de los cuentos. Si ellos despiertan o acrecientan en los niños su amor por la lectura, me arrodillo agradecida, ante Su Majestad, La Palabra.

Mi deseo más íntimo: que mis cuentos sirvan para despertar en las criaturas el amor por la lectura. Que los padres sientan tanto como sus niños, el placer de compartir esos momentos irrepetibles de encuentro.


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