Diferencias que matan

Por James Neilson

Los políticos argentinos siempre se han sentido muy orgullosos de las muchas idiosincrasias que los hacen distintos de sus congéneres europeos, tan orgullosos que con cierta frecuencia peronistas y radicales se han ofrecido para compartir con los primos de ultramar su sabiduría humanística superior y, a su entender, mucho más moderna. Pero los europeos, tan tozudos ellos, han insistido en interpretar mal la realidad de los dos movimientos superadores criollos. No les parecen «avanzados» sino, por el contrario, patéticamente retrógrados. A pesar de los esfuerzos heroicos de generaciones de exegetas partidarios que han viajado al otro lado del Atlántico con el propósito de aclararles algunas cosas, siguen tomando el peronismo por una versión del fascismo mussoliniano y el radicalismo por un derivado extraño del «krausismo», una corriente filosófica que se olvidó pronto en su Alemania natal pero que hizo furor entre los literatos de la España decimonónica, enriquecido por dosis generosas de la picardía política sudamericana tradicional.

De más está decir que el hecho de que las «doctrinas» predominantes en el país hayan sido ya impresentables, ya ininteligibles, no ha sido un detalle meramente anecdótico. Puesto que era tan grande la distancia que separa el universo habitado por los dirigentes políticos locales y el conocido por sus equivalentes de Europa y Estados Unidos, era de prever que andando el tiempo los destinos de sus respectivas sociedades divergirían cada vez más. Las ideas no son neutrales. Inciden en la conducta y actitudes incluso de los hipócritas. Para la Argentina, la hegemonía prolongada del populismo peronista-radical ha resultado ser una catástrofe tan grande como hubiera sido la destrucción de medio país por un asteroide o por una invasión nazi. Desde que el virus populista comenzara a circular por sus venas, la Argentina es víctima de una enfermedad enervante que la ha mantenido postrada y que ahora amenaza con matarla.

En algunas partes del país, la ciudadanía está comenzando a tomar conciencia de esta realidad desagradable: la rebelión contra «la clase política» supone el repudio a las máquinas partidarias y por lo tanto de los movimientos amorfos que le han permitido mantenerse tanto tiempo. Al celebrarse los cacerolazos, puede oírse el grito: «Sin peronistas ni radicales estaríamos mejor». Sin embargo, por tratarse de un fenómeno bicéfalo, el sistema que se ha articulado en torno del populismo dividido se las ha arreglado para salvarse una vez tras otra de la ira ciudadana. El caos indecible que fue desatado por el gobierno, por llamarlo de algún modo, de Isabel Perón sirvió para que al desplomarse finalmente el régimen militar, el radical Raúl Alfonsín tomara el relevo; el fracaso de éste le abrió la puerta al peronista Carlos Menem que, diez años más tarde, entregó la presidencia al radical Fernando de la Rúa que se vería sucedido por los peronistas Adolfo Rodríguez Saá y, últimamente, Eduardo Duhalde. En todos estos casos, la «conquista del poder» no se debió a los méritos propios sino a las deficiencias patentes ajenas, de manera que no es nada sorprendente que el país haya ido de mal en peor ni que la posibilidad de que Duhalde logre algo útil sea decididamente escasa.

En el exterior, la retórica del cacique bonaerense ha producido perplejidad. ¿De qué está hablando? se preguntan. Su condición de peronista «de derecha» lo ha hecho repugnante para los progresistas, mientras que a los conservadores no les gusta del todo sus embestidas populistas contra las finanzas y las inversiones extranjeras. Ambos temen que termine erigiéndose en un simulacro del venezolano Hugo Chávez y que el pueblo argentino tenga que pagar un precio sumamente elevado por sus vuelos demagógicos. Como dijo el columnista principal del Financial Times, en el lapso de apenas dos semanas Duhalde logró transformar un desastre acaso manejable en una calamidad que con toda probabilidad desembocará en una depresión profundísima seguida por la inflación incontrolable: de haber sabido un poco más sobre la trayectoria del presidente designado, sus vaticinios hubieran sido más pesimistas aún.

Entre otras cosas, los populistas peronistas y radicales, al igual que sus parientes espirituales europeos de setenta años atrás, están acostumbrados a achacar todo lo malo que ocurre al «capitalismo», dando por descontado que los ministros de Economía que más les disgustan son exponentes fieles de la ortodoxia «liberal». Es factible que algunos «superministros» así estigmatizados hubieran querido desempeñarse como sus pares suizos o estadounidenses, pero ninguno ha podido hacerlo: los «liberales» de la dictadura militar crearon ex nihilo más dinero que cualquier otro grupo de funcionarios en el mundo entero, mientras que los de Menem y De la Rúa no sólo juraron respetar un esquema básico nada liberal, la convertibilidad, sino que también tuvieron que resignarse a que «los políticos» continuaran obrando como si fuera inmoral creer en la existencia de límites fiscales.

Poco impresionado por el hecho difícilmente negable de que en Europa, América del Norte, Australia y distintos países de Asia oriental el capitalismo funciona de forma más que adecuada – todos los países ricos son capitalistas y liberales, todos los pobres son ya dirigistas, ya dueños de una variante híbrida y por lo tanto corrupta de la fórmula-, Duhalde afirma que ha llegado la hora de abandonar «el modelo de exclusión» y reemplazarlo por otro. Tiene razón, ¿qué duda cabe?, pero ocurre que lo que tiene en mente no es tratar de eliminar las diferencias que hacen que la Argentina no se asemeje en absoluto a Suecia, Francia o Australia sino aumentarlas al máximo, lo cual es un disparate.

Esta aspiración perversa le parece lógica a Duhalde y sus allegados porque están más interesados en salvar a las «estructuras» partidarias, a los capos de la rama sindical y a sus amigos empresarios endeudados, como el inefable José Ignacio de Mendiguren, del diluvio, que en concretar los muchos cambios que serían necesarios para que la Argentina rompa con un pasado signado por la decadencia. Al fin y al cabo, los males que caracterizan al país realmente existente como la corrupción galopante, el corporativismo, el amiguismo, el nepotismo -vicio que gracias a la presencia en el gobierno de la esposa de Duhalde se ha hecho caricaturesco-, la ubicuidad de los ñoquis, la proliferación de privilegios y prebendas de todo tipo y así por el estilo, no son meras abstracciones filosóficas. Todos suponen la transferencia de recursos genuinos desde los bolsillos o las cuentas bancarias, si aún las hay, de los ciudadanos decentes hacia aquellos de los muchos beneficiados por el sistema. Poner fin a esta estafa gigantesca cotidiana o, cuando menos, disminuir su magnitud para que resulte soportable, requeriría la marginación permanente de buena parte de una clase política nacional que se siente tan comprometida con el statu quo, que ni siquiera es capaz de imaginar una alternativa auténtica, razón por la que sus representantes suelen perorar en torno de utopías irrealizables.

A pesar de la confusión imperante, las opciones frente al país son claras: o bien la Argentina trata de adoptar las modalidades políticas, económicas y jurídicas de países exitosos como los escandinavos (o, si tal desafío resulta demasiado grande por la inoperancia administrativa congénita, Estados Unidos), o bien procurará «integrarse» más a los países atrasados, pobres y pésimamente gobernados de su entorno, mitigando la miseria creciente y la iniquidad monstruosa propia de este «modelo» con movilizaciones populares, protestas furibundas, discursos floridos y muchísima autocompasión. Es de suponer que luego de pensarlo la mayoría preferiría la primera alternativa, pero por desgracia abundan los «dirigentes» a los cuales les encantaría la segunda porque, además de permitirles seguir viviendo muy bien, comprándose mansiones dignas de narcos colombianos, los haría sentir partícipes muy importantes de una guerra santa contra el enemigo «neoliberal». Desafortunadamente, por ahora son éstos últimos los que llevan la voz cantante, pero si cometen muchos errores más en las próximas semanas el país podría verse ante una oportunidad para frustrarlos antes de que sea demasiado tarde.


Formá parte de nuestra comunidad de lectores

Más de un siglo comprometidos con nuestra comunidad. Elegí la mejor información, análisis y entretenimiento, desde la Patagonia para todo el país.

Quiero mi suscripción

Comentarios