Otro mundo
Antes de convertirse en presidenta de la República, la entonces “primera dama” Cristina Fernández de Kirchner decía que el país que le serviría de modelo sería Alemania –la actual, claro está– pero, felizmente para muchos integrantes de su gobierno, sólo se trataba de una preferencia teórica. De regir aquí las severas pautas éticas alemanas, el vicepresidente Amado Boudou estaría al borde de la destitución debido a su presunto involucramiento en un caso de tráfico de influencias y por su forma sui géneris de minimizar la importancia de las denuncias en tal sentido, ya negándose a formular comentarios, ya dando por descontado que son productos de la malevolencia mediática. Por cierto, a Boudou le costaría entender que, aun cuando resultara que se sabe inocente porque nunca aprovechó el poder que le han supuesto los cargos que ha ocupado en el gobierno kirchnerista para ayudar a un amigo, Alejandro Vanderbroele, a hacer negocios multimillonarios con el Estado, son tantas las sospechas que ha motivado el asunto que, si fuera alemán, se encontraría en una situación aún más complicada que la del ya ex presidente Christian Wulff que el viernes pasado renunció por entender que no estaba en condiciones de merecer “la confianza ilimitada” del grueso de la población. Como Boudou, Wulff fue blanco de acusaciones de tráfico de influencias, un delito que en Alemania y otros países de la Unión Europea es considerado muy grave y, lo mismo que nuestro vicepresidente, procuró defenderse ensañándose con el periódico de mayor venta de su país, error que de por sí convenció a la mayoría de su culpabilidad. Sin embargo, mientras que los dirigentes alemanes, incluyendo a la canciller Angela Merkel que había apadrinado a Wulff y no quería que renunciara, tomaron muy en serio el asunto, sorprendería mucho que en circunstancias similares los emularan sus homólogos argentinos. Aquí, los deslices atribuidos a Wulff –aceptar un préstamo en condiciones muy favorables de un empresario amigo y disfrutar de vacaciones pagadas por otros empresarios– serían considerados rutinarios. Por cierto, no serían suficientes como para justificar la caída en desgracia de un jefe de Estado. En parte, la diferencia se debe a que en Alemania y países de cultura política parecida, las normas suelen ser mucho más rígidas de lo que es habitual en América Latina, donde los poderosos se han acostumbrado a un grado notable de impunidad, pero también es preciso tomar en cuenta las repercusiones institucionales que tendría tomar al pie de la letra los principios éticos supuestamente vigentes. En Alemania, el presidente es una figura mayormente decorativa, de poder reducido, que sólo cumple funciones protocolares, de suerte que la caída de Wulff no ha provocado una gran crisis, si bien habrá debilitado al gobierno de Merkel en un momento en que tiene que concentrarse en el destino de la Unión Europea. Pero si Cristina se viera constreñida a pedirle a Boudou que diera el consabido paso al costado, las consecuencias para el país, y para el movimiento que encabeza, podrían ser muy graves. Pese a que a muchos mandatarios les ha gustado prescindir de la presencia de un vicepresidente, la experiencia nos ha enseñado que la ausencia de uno propende a ser motivo de inestabilidad. Por razones pragmáticas, pues, es por lo menos comprensible que escaseen los interesados en procurar desplazar a Boudou hasta que las denuncias en su contra se hayan hecho tan contundentes que les parecería todavía peor resignarse a permitirle continuar en el cargo. Asimismo, nadie ignora que, de aplicarse en nuestro país las reglas que son consideradas apropiadas para Alemania, nos precipitaríamos enseguida en una crisis política de desenlace imprevisible, de ahí la extrema cautela de quienes se manifiestan preocupados por la cultura de la corrupción que se ha consolidado. La canciller Merkel manifestó su pesar por la caída en desgracia de quien había sido su protegido, pero reconoció que, en su país por lo menos, “todos son iguales ante la ley”. Puede que un día lo sean en la Argentina también, pero para que ello ocurra serían necesarias tantas reformas problemáticas que es sin duda natural que la mayoría se muestre dispuesta a pasar por alto las eventuales deficiencias morales de los elegidos para gobernar el país.
Antes de convertirse en presidenta de la República, la entonces “primera dama” Cristina Fernández de Kirchner decía que el país que le serviría de modelo sería Alemania –la actual, claro está– pero, felizmente para muchos integrantes de su gobierno, sólo se trataba de una preferencia teórica. De regir aquí las severas pautas éticas alemanas, el vicepresidente Amado Boudou estaría al borde de la destitución debido a su presunto involucramiento en un caso de tráfico de influencias y por su forma sui géneris de minimizar la importancia de las denuncias en tal sentido, ya negándose a formular comentarios, ya dando por descontado que son productos de la malevolencia mediática. Por cierto, a Boudou le costaría entender que, aun cuando resultara que se sabe inocente porque nunca aprovechó el poder que le han supuesto los cargos que ha ocupado en el gobierno kirchnerista para ayudar a un amigo, Alejandro Vanderbroele, a hacer negocios multimillonarios con el Estado, son tantas las sospechas que ha motivado el asunto que, si fuera alemán, se encontraría en una situación aún más complicada que la del ya ex presidente Christian Wulff que el viernes pasado renunció por entender que no estaba en condiciones de merecer “la confianza ilimitada” del grueso de la población. Como Boudou, Wulff fue blanco de acusaciones de tráfico de influencias, un delito que en Alemania y otros países de la Unión Europea es considerado muy grave y, lo mismo que nuestro vicepresidente, procuró defenderse ensañándose con el periódico de mayor venta de su país, error que de por sí convenció a la mayoría de su culpabilidad. Sin embargo, mientras que los dirigentes alemanes, incluyendo a la canciller Angela Merkel que había apadrinado a Wulff y no quería que renunciara, tomaron muy en serio el asunto, sorprendería mucho que en circunstancias similares los emularan sus homólogos argentinos. Aquí, los deslices atribuidos a Wulff –aceptar un préstamo en condiciones muy favorables de un empresario amigo y disfrutar de vacaciones pagadas por otros empresarios– serían considerados rutinarios. Por cierto, no serían suficientes como para justificar la caída en desgracia de un jefe de Estado. En parte, la diferencia se debe a que en Alemania y países de cultura política parecida, las normas suelen ser mucho más rígidas de lo que es habitual en América Latina, donde los poderosos se han acostumbrado a un grado notable de impunidad, pero también es preciso tomar en cuenta las repercusiones institucionales que tendría tomar al pie de la letra los principios éticos supuestamente vigentes. En Alemania, el presidente es una figura mayormente decorativa, de poder reducido, que sólo cumple funciones protocolares, de suerte que la caída de Wulff no ha provocado una gran crisis, si bien habrá debilitado al gobierno de Merkel en un momento en que tiene que concentrarse en el destino de la Unión Europea. Pero si Cristina se viera constreñida a pedirle a Boudou que diera el consabido paso al costado, las consecuencias para el país, y para el movimiento que encabeza, podrían ser muy graves. Pese a que a muchos mandatarios les ha gustado prescindir de la presencia de un vicepresidente, la experiencia nos ha enseñado que la ausencia de uno propende a ser motivo de inestabilidad. Por razones pragmáticas, pues, es por lo menos comprensible que escaseen los interesados en procurar desplazar a Boudou hasta que las denuncias en su contra se hayan hecho tan contundentes que les parecería todavía peor resignarse a permitirle continuar en el cargo. Asimismo, nadie ignora que, de aplicarse en nuestro país las reglas que son consideradas apropiadas para Alemania, nos precipitaríamos enseguida en una crisis política de desenlace imprevisible, de ahí la extrema cautela de quienes se manifiestan preocupados por la cultura de la corrupción que se ha consolidado. La canciller Merkel manifestó su pesar por la caída en desgracia de quien había sido su protegido, pero reconoció que, en su país por lo menos, “todos son iguales ante la ley”. Puede que un día lo sean en la Argentina también, pero para que ello ocurra serían necesarias tantas reformas problemáticas que es sin duda natural que la mayoría se muestre dispuesta a pasar por alto las eventuales deficiencias morales de los elegidos para gobernar el país.
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