A favor de la democracia


Que el Estado adopte una ideología totalitaria por encima del debate plural y democrático para resolver los problemas esenciales no solo es autoritario. También es suicida.


De cada 100.000 argentinos, 118 varones y 87 mujeres mueren de cáncer cada año; pero las únicas campañas sistemáticas para prevenir el cáncer están dedicadas al de mama. Hay más niños violados, torturados y asesinados que mujeres que sufren violencia, pero no hay ninguna campaña seria para contener la violencia contra los niños. Más del 40% de las medidas gubernamentales o las discusiones de comisiones legislativas fueron por cuestiones de género (dejando menos del 60% para educación, vivienda, inseguridad, defensa nacional, economía, exportaciones, importaciones, alquiler, derechos de todo tipo, promoción industrial, y mil otras cuestiones de este nivel). En Diputados, la principal discusión en comisión en 2020 fue debatir “la menstruación en la agenda pública”. Lo que no tiene “perspectiva de género” no logra entrar en agenda.

Una democracia funciona cuando todas las voces pueden debatir los problemas sociales y encontrarles una solución en conjunto. Cuando una voz se impone por sobre todas, estamos ante una sociedad que se vuelca al totalitarismo. Es lo que está sucediendo ahora, y no solo en la Argentina sino en todo el mundo occidental: está imponiéndose el pensamiento único de lo políticamente correcto como ideología dominante. La agenda pública está dominada solo por las cuestiones que a esos militantes les importan.

Una democracia funciona cuando todas las voces pueden debatir los problemas sociales y encontrarles una solución en conjunto.

La democracia no es un sistema ideal. Es el menos malo de todos los que conocemos. Hace 2.500 años la inventaron los griegos. Ese sistema no garantiza ni que los gobiernos sean excelentes ni que se tomen medidas positivas para todos. Solo garantiza que los peores en cada contexto no gobiernen y que, por lo tanto, no se tomen las medidas más negativas. Parece poco, pero es mucho.

Para que la democracia sea real, es necesario que todas las voces -incluso aquellas que menos nos gustan- no solo puedan expresarse con total libertad, sino que además puedan ser tenidas en cuenta y participar del gran debate social, tanto en los ámbitos públicos (los medios, redes sociales, partidos, foros de todo tipo) como en los órganos del Estado (el Parlamento y las comisiones asesoras). Cercenar las distintas voces mata la democracia y la va convirtiendo en un gobierno de tipo dictatorial. Jonathan Haidt expresa con claridad por qué es tan necesario que la diversidad sea la norma:

“Cada razonador individual hace muy bien una cosa: encontrar evidencia para apoyar la posición que ya tiene asumida. Es decir, razona mal. Pero si reunimos a las personas de la manera correcta, de forma que algunas puedan utilizar su capacidad de razonamiento para refutar las afirmaciones de las otras, y que todas estas personas sientan que existe un vínculo común o un destino compartido que les permita interactuar civilizadamente, se puede crear un grupo que termine produciendo un buen razonamiento como una propiedad emergente del sistema social en su conjunto. Por eso es tan importante que haya diversidad intelectual e ideológica dentro de cualquier grupo o institución cuyo objetivo sea encontrar la verdad (como una agencia de inteligencia o una comunidad de científicos) o generar buenas políticas públicas (como un parlamento o un consejo asesor).”

En la Argentina (en Occidente) nos hemos ido alejando de esta idea básica que nos recuerda Haidt: la diversidad de voces, sin la cual la democracia se marchita y florece el autoritarismo. Si realmente nos importase vivir de manera civilizada y en común, entonces deberíamos frenar todo aquello que tiende a acallar a los que no piensan igual y a tomar en serio la diversidad de pensamiento.

“No es un ultraje para nadie que mi vecino diga que existen 20 dioses distintos o que sostenga que no existe ninguno”, dijo Thomas Jefferson, uno de los padres fundadores de la democracia moderna. “Pero el ultraje existiría si quisiera obligarnos a todos los demás a sostener lo mismo que él sostiene”, agregó.

Parafraseando a Jefferson, podríamos agregar que no hay ultraje en que alguna gente crea que lo único importante es la “perspectiva de género” y que la única problemática que les interesa sea la problemática de las mujeres.

El ultraje está -y lo estamos viviendo- en hacer de “la perspectiva de género” una política totalitaria de Estado. Una política que no acepta la disidencia (toda voz crítica es calificada de “retrógrada, machista, patriarcal” , palabras que son el máximo anatema en la nueva religión “de género”).

Con el 50% de la población adulta y el 65% de los menores viviendo en la pobreza, que el Estado adopte una ideología totalitaria por encima del debate plural y democrático para resolver los problemas esenciales no solo es autoritario. También es suicida.


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