Abuso sexual contra niñas y niños: aspectos éticos, Por Eva Giberti24-11-03

La adjudicación de abusos, violaciones e incestos a los miembros de las clases populares constituyó durante décadas una creencia avalada no sólo por el imaginario social que impregna las ideologías de las denominadas clases medias y altas, sino repetida por un universo de profesionales. Creencia con pretensión de solvencia intelectual y de objetividad.

Amartya Sen introdujo una apertura referida a objetividad cuando sostuvo que no existe una objetividad universalizable sino objetividades particulares, diversos puntos de vista acerca de «los otros». Así describió la objetividad como determinada perspectiva según las posiciones de diversos grupos culturales. ¿Cuáles son las posiciones que ocuparían los pobres, marginales, los excluidos?

A todos ellos los une transitar historias de vidas semejantes caracterizadas por la ausencia de redes sociales, ausencia de recursos sociales y no sólo materiales, rupturas de sus lazos familiares.

Se trata de un proceso de negatividad caracterizado por la descomposición de las organizaciones familiares y por la deshumanización de sus miembros, circunstancias que los convierte en indicadores de deterioro, de desafiliación cuando no en síntoma de los países en los que viven. Este es uno de los motivos que los posiciona en el ámbito de lo diferente peligroso si son evaluados desde las clases medias y altas.

La construcción de esta perspectiva tiene diversos orígenes, uno de ellos la proyección paranoide por parte de quienes configuran otras categorías sociales, otros universos sociales que tienden a poner la maldad afuera, en el otro, en los otros, salvaguardando de este modo el registro de las propias perversiones, de las propias patologias y del abuso de poder contra quienes no pueden defenderse.

La descalificación de los carentes forma parte de los prejuicios ciegos como los denomina Gadamer. Estos prejuicios dificultan entender a aquellos que nos resultan extraños y sobre los cuales se depositan pecados y déficit morales. Gadamer añade una aclaración que para este análisis resulta clave: «Si esos otros fuesen algo tan ajeno que no tuvieran algo en común con nuestra experiencia, si no tuviesen ninguna afinidad de ningún tipo, no tendría sentido hablar de entendimiento» (entre los seres humanos).

El planteo señala que algo en común existe entre esos otros y quienes los denigran, lo que denomina afinidad.

El resultado de esta modalidad de pensamiento reside en la cristalización de proyecciones que se organizan en un núcleo cerrado, que se constituye como necesario y que se mantiene como prejuicio merced al discurso especulativo de las ideologías que pre

cisan criminalizar las conductas de los pobres.

Se produjo de este modo un campo discursivo de modo tal que se fue creando un sistema de normas asociadas con otros discursos acerca de la peligrosidad de estos grupos desclasados. Tales campos remiten no sólo a lo que se dice, sino a lo que se espera que suceda.

Desde ese lugar de poder se decreta la propia bondad y se configuran los principios tutelares y proteccionales que se declaman en favor de niños y niñas, decreto que se acompaña de pautas normativas acerca de lo que está bien y lo que está mal: se pretende que lo que está mal no puede haber sido gestado desde organizaciones familiares prolijas, ordenadas, continentes.

Las avanzadas de los derechos humanos, así como los movimientos de mujeres han modificado este campo discursivo mediante denuncias verbales y escritas que condujeron a una ruptura epistemológica, producto de haberse develado lo no-dicho pero sabido y silenciado hasta ese momento acerca de los protagonistas de abuso que incluye a los varones que forman parte de las clases medias y altas.

Las características de los responsables por abuso e incesto miembros de dichas clases están asociadas a la degradación ominosa de quien viola y logra silenciar el hecho porque en el mundo de «la gente bien», de eso no se habla. Y porque en ese universo «esas cosas no suceden». Particularmente cuando se trata de familias que practican religión.

Las denuncias que transparentan una voluntad de resistencia por parte de las víctimas o de quienes las acompañan se clasifican como fantasías, o si es la madre quien denuncia, se pretende clasificarla como intento de separar al padre del ámbito familiar y se adjudica la responsabilidad a la mujer que mediante falsedades pretendería vengarse del padre de sus hijos.

Es decir, los déficit morales de los grupos con poder potencian su campo discursivo que se amplía, más allá de las desmentidas y desestimaciones parentales, al haber incorporado la sistematización de sospechas por parte de determinados jueces y profesionales (peritos) que se ocupan de acompañar al padre en la negación de los hechos.

Es preciso avanzar en la aplicación de las leyes, no solamente en relación con lo que se conoce como riesgo de revictimización, sino revisando otro procedimiento inmoral: cuando algún profesional -también un familiar- presume que la niña víctima será maltratada y expuesta por múltipes estudios forenses y deberá atravesar por situaciones violentas si se realiza la denuncia. Sabiendo que en algunas circunstancias así puede suceder y que en esos casos es estrictamente necesario oponerse a estas prácticas, no puede admitirse que se sugiera silenciar la denuncia para preservar a la víctima.

Esta lógica convencional falla por déficit de funcionamiento moral: lo que debemos hacer no es impedir las denuncias, sino impedir que se proceda de manera incorrecta con las víctimas.

Sintetizando: es inmoral suponerse superior o presentarse como honestos ciudadanos respecto de quienes padecen carencias, cuando en realidad esas conductas delictivas también provienen de quienes se fascinan a sí mismos con su pertenencia a grupos sociales que se autodefinen como custodios de la moral familiar.

 

 

Este texto sintetiza la intervención en el Congreso Argentino de Psiquiatría y Disciplinas Afines – 20 de noviembre.


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