Agotamiento y «karoshi»
Por Eva Giberti
Las consultas por agotamiento -sin que el consultante llegue a darse cuenta de que está realmente enfermo por exceso de trabajo, aunque afirme estar agotado- se repiten cotidianamente.
Si bien la demanda puede circunscribirse a estados de irritabilidad, insomnio y trastornos difusos, sumados a conflictos con algún miembro de la familia, resulta sumamente complejo focalizar la patología en el trabajo excesivo, particularmente porque quien consulta no tiene intención de disminuir su ritmo. Con frecuencia se siente compelido a mantenerlo y, sin duda, en distintas situaciones no podría evitarlo.
El diagnóstico de estrés que remite a la relación que las personas entablan con sus actividades laborales se caracteriza porque, de manera consciente o no, se registra que el trabajo es aquello que está produciendo una situación peligrosa para el equilibrio vital.
El agotamiento, asociado con el estrés, se caracteriza porque la energía con la que habitualmente se abordan las actividades laborales se va diluyendo poco a poco y disminuye la motivación que habitualmente sostenía el interés en el trabajo.
El incremento de la actividad humana destinado a potenciar la producción que los tiempos actuales solicitan conduce a revisar los territorios de la salud y del equilibrio emocional, ya que el desgaste físico y psíquico se ha convertido en fuente de preocupación para las transnacionales por la merma de ganancias que el agotamiento de sus empleados y trabajadores genera.
La economía mundial, así como los permanentes cambios en ámbitos demográficos (migraciones), sociales, políticos y ecológicos, además de las alteraciones psíquicas de diversa índole, se combinan en la producción de lo que se llamaría un cuello de botella, un angostamiento donde se amontonan las consultas y las preocupaciones propias de la epidemiología y de los expertos en salud.
Entre los avatares que aportan una riesgosa actualidad, la pérdida de confianza en sí mismo y la disminución de la autoestima constituyen parte de una cotidianidad que en la vida de familia y en las actividades laborales suele desencadenar encontronazos, peleas imprevistas y, muy en especial, sin que existan motivos suficientes para tales desenlaces.
El malhumor continuo, la que entre nosotros denominamos «mala onda», se compagina en un circuito familia/trabajo donde se activan esos humores, esas insuficiencias respecto de uno mismo, y se instala la vivencia de ser sumamente desgraciado, de vivir en estado de frustración continua y de desesperanza en cuanto a las posibilidades de emerger de tal situación.
El agotamiento, que de manera deletérea, invasiva y encubierta se apodera de quienes no aciertan a darse respiro, constituye hoy en día un tema preocupante que no se resuelve empastillando a quien lo padece; cuanto más, produce cierto alivio como efecto de la desconexión transitoria que se logra psicofármaco mediante.
¿Entonces? Como en tantas otras oportunidades, el fenómeno se cierne alrededor de las políticas de salud que deben enlazarse con las demandas de las empresas, con sus aspiraciones y con la incipiente perspectiva que éstas han incorporado al ocuparse de la «ética empresarial». En esa coyuntura parecería que, filósofos mediante, se hubiese encaminado una nueva versión de lo que se puede solicitar de los seres humanos en materia de trabajo.
De no proceder en ese sentido, desembocaríamos en aquello que los japoneses llaman «karoshi», que significa «muerte por exceso de trabajo», expresión que comenzó a utilizarse en Japón en 1989 ceñida a las patologías cardiovasculares o cerebrovasculares y que fue ampliándose en sus contenidos a medida que los mismos trabajadores son quienes eligen excederse en sus actividades. Se trata de un tema complejo que reclama otra extensión pero que convendrá considerar, sin necesidad de asociar el propio agotamiento con el «karoshi», pero adelantándose acerca del destino que nuestros agotamientos pueden depararnos.
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