Alternativa ficticia
Luego de dos años, De la Rúa parece convencido de que le convendría gobernar sin prestar demasiada atención a la oposición interna.
Desde aquellos días felices en que aún estaba ocupado formando lo que sería su primer gobierno, el presidente Fernando de la Rúa se ha visto obligado a elegir entre las personalidades y medidas que complacerían a su base política por un lado y, por el otro, las que a su entender beneficiarían al país. Se trata de un problema que han de enfrentar todos los gobernantes del mundo, pero mientras que en las democracias maduras suele tratarse de una cuestión de matices, en nuestro país supone alternativas que difícilmente podrían ser más diferentes. En su condición de presidente de la República y por lo tanto el máximo responsable de defender los intereses del conjunto, De la Rúa no puede darse el lujo de perder contacto con ciertas realidades, entre ellas la planteada por el hecho acaso lamentable pero aun así patente de que los recursos financieros son limitados. Si lo hiciera, lo que queda de la economía no tardaría en desplomarse, lo que sería una catástrofe para millones de personas. En cambio, los jefes de las diversas líneas internas de la Unión Cívica Radical y del Frepaso nunca se han dejado impresionar por detalles tan triviales como los reflejados por «los números». Tampoco les ha preocupado el que las propuestas que formulan al voleo no tengan posibilidad alguna de resultar viables. Por sus propios motivos, han preferido hablar y actuar como si las dificultades concretas a las que De la Rúa insiste en aludir fueran meramente imaginarias. Así las cosas, cualquier intento por parte del presidente de congraciarse con el «ala política» de la Alianza podría tener consecuencias desastrosas.
Luego de casi dos años en que procuró vanamente lograr la cuadratura de este extraño círculo político-económico, De la Rúa parece haberse dado cuenta de que le convendría más gobernar sin prestar demasiada atención a la oposición interna. Pocos días antes de las elecciones, los voceros oficiales señalaron que si bien podrían producirse algunos cambios en el gabinete, no incluirían la expulsión del ministro de Economía, Domingo Cavallo. Puesto que aliancistas de la talla de Raúl Alfonsín y Rodolfo Terragno, para nombrar solamente a los relativamente moderados, habían hecho de la caída de Cavallo el objetivo principal de todos sus esfuerzos recientes por creer que de anotarse su cabeza el pueblo les daría una recompensa electoral muy generosa, en otras circunstancias los anuncios cuasi oficiales se hubieran asemejado bastante a una declaración de guerra, pero parecería que en el fondo lo único que De la Rúa quería decir era que en adelante no perdería el tiempo intentando aplacar a dirigentes cuyas afirmaciones tienen menos que ver con las alternativas genuinas que enfrenta el país, que con su afán de dotarse de una «imagen» determinada. Después de todo, la eventual defenestración de Cavallo no agregaría un solo centavo a los fondos oficiales: por el contrario, con toda probabilidad inauguraría un período de estrechez aún más severo que el actual.
Pues bien: no cabe ninguna duda de que el desprestigio realmente extraordinario de la «clase política» nacional se debe en buena medida a que la ciudadanía entiende que el discurso de los «dirigentes», sobre todo de los radicales, se ha desvinculado por completo de la realidad del país que efectivamente existe, que las lamentaciones, críticas, protestas, afirmaciones principistas y formulaciones teóricas que producen a diario no nos dicen nada sobre lo que podría hacer este gobierno o cualquier otro que lo sustituyera. Por cierto, el desánimo que ha sido ocasionado por la falta de confianza en los políticos profesionales no puede ser atribuido a su negativa a comprometerse a concretar las aspiraciones populares. Lejos de defender con vigor medidas presuntamente necesarias pero claramente antipáticas, el grueso de los políticos «oficialistas» siempre ha preferido agregar su voz al coro indignado de los resueltos a resistir cualquier iniciativa que podría afectarlos, actitud que, claro está, sólo ha servido para granjearles el desprecio de los demás, que comprenden muy bien que las dificultades son auténticas y que fingir lo contrario es imperdonable.
Desde aquellos días felices en que aún estaba ocupado formando lo que sería su primer gobierno, el presidente Fernando de la Rúa se ha visto obligado a elegir entre las personalidades y medidas que complacerían a su base política por un lado y, por el otro, las que a su entender beneficiarían al país. Se trata de un problema que han de enfrentar todos los gobernantes del mundo, pero mientras que en las democracias maduras suele tratarse de una cuestión de matices, en nuestro país supone alternativas que difícilmente podrían ser más diferentes. En su condición de presidente de la República y por lo tanto el máximo responsable de defender los intereses del conjunto, De la Rúa no puede darse el lujo de perder contacto con ciertas realidades, entre ellas la planteada por el hecho acaso lamentable pero aun así patente de que los recursos financieros son limitados. Si lo hiciera, lo que queda de la economía no tardaría en desplomarse, lo que sería una catástrofe para millones de personas. En cambio, los jefes de las diversas líneas internas de la Unión Cívica Radical y del Frepaso nunca se han dejado impresionar por detalles tan triviales como los reflejados por "los números". Tampoco les ha preocupado el que las propuestas que formulan al voleo no tengan posibilidad alguna de resultar viables. Por sus propios motivos, han preferido hablar y actuar como si las dificultades concretas a las que De la Rúa insiste en aludir fueran meramente imaginarias. Así las cosas, cualquier intento por parte del presidente de congraciarse con el "ala política" de la Alianza podría tener consecuencias desastrosas.
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