Alternativas antipáticas

SEGÚN LO VEO

Tanto en la Argentina como en los demás países democráticos, los líderes opositores prefieren ensañarse con el gobierno local, lo que suele ser gratamente sencillo, a explicar en detalle lo que ellos mismos harían si fueran convocados para remediar los muchos males que denuncian. Por temor al electorado, se sienten obligados a hacer pensar que, aun cuando quienes están en el poder se las hayan arreglado para provocar una serie inédita de catástrofes económicas, sociales, éticas y diplomáticas descomunales, un gobierno de otro signo, el suyo, lograría superarlas sin que nadie, con la eventual excepción de un puñado de banqueros multimillonarios, se vea perjudicado. No los molesta en absoluto el hecho de que sea contradictorio decir que, si bien el escenario es apocalíptico, un cambio de gobierno sería más que suficiente como para poner las cosas en su lugar apropiado. La falta de sinceridad que caracteriza a casi todos los dirigentes opositores puede entenderse. En los países desarrollados no hay “soluciones” indoloras para los problemas que están ocasionando el bajón demográfico, el sobreendeudamiento, la propensión de las nuevas tecnologías a destruir puestos de trabajo aptos para los productos de los sistemas educativos democráticos, o sea facilistas que se han instalado en todas partes y la llegada de millones de inmigrantes procedentes de regiones de cultura preindustrial que son reacios a integrarse. Es más, puede que no haya soluciones de ningún tipo, que en adelante hasta los gobiernos occidentales más ambiciosos tengan que limitarse a manejar la decadencia. En la actualidad los gobernantes europeos, sean conservadores o socialistas, insisten en que con un poco más de austeridad amenizada por esporádicos estímulos fiscales tarde o temprano se recuperará “la normalidad”, mientras que los opositores, si son “de derecha”, critican el gasto social que a su juicio es excesivo o, en el caso de que sean “de izquierda”, dicen que hay que dejar intactos todos los programas sociales sin preocuparse por los costos. En Estados Unidos, Barack Obama acaba de informarnos que en su opinión la economía ya anda bastante bien, de suerte que podrá concentrarse en la versión norteamericana de “la batalla cultural” a favor de los homosexuales y de quienes suponen que les será dado frenar los cambios climáticos quemando menos carbón, actitud que indigna a la oposición republicana que dice que los progres están dinamitando los valores tradicionales y que, de todos modos, es contraria a los impuestos que serían necesarios para financiar lo que tienen en mente el presidente y sus partidarios. Si hay un consenso en ambos lados del Atlántico Norte, es que hay que dar prioridad a las preocupaciones inmediatas de “la clase media” y, por motivos económicos, pasar por alto los riesgos planteados por lo que está sucediendo en el resto del planeta. Desgraciadamente para quienes piensan así, muchos en el resto del planeta no parecen dispuestos a permitir que los países ya ricos disfruten de algunas décadas de paz en que puedan intentar conservar su supremacía económica y resolver sus problemas internos. Les guste o no, los europeos y norteamericanos no tendrán más alternativa que la de enfrentar los desafíos planteados por China –país de dimensiones demográficas enormes que, a pesar de su pobreza relativa, pronto tendrá la economía nacional más grande de todas–, Corea del Norte y, desde luego, el crónicamente convulsionado y nada pacifista mundo musulmán. ¿Es compatible la democracia con el realismo? Parecería que no, que para conseguir votos los líderes políticos tienen que convencer a electorados conformados por personas que, como es natural, en su mayoría anteponen sus propios intereses inmediatos a los temas que mantienen en vilo a una minoría más o menos ilustrada, de que, por deberse las dificultades en buena media a la perversidad e ineptitud de un gobierno en manos de sus adversarios, “la solución” consistirá en reemplazarlos por otros. En las democracias consolidadas, la tendencia así supuesta ha motivado el escepticismo de millones de ciudadanos que dan por descontado que los políticos les están mintiendo; andando el tiempo, el descreimiento generalizado podría provocar rupturas peligrosas. En democracias en que las instituciones aún son muy precarias, la brecha creciente entre la clase política y los demás ha abierto la puerta a populistas que, luego de convencerse de que en última instancia lo único que importa es su propia capacidad para descalificar a sus rivales, dejan de prestar atención a los engorrosos problemas administrativos. Conscientes de que, como señalaba Simón Bolívar, gobernar es arar en el mar, se niegan a perder el tiempo tratando de hacerlo con un mínimo de eficiencia. Para defenderse contra los ataques de las distintas facciones opositoras, Cristina y sus simpatizantes cuentan con un arma contundente: consiste en exigirles decirnos exactamente qué harían para frenar la inflación y restaurar la confianza en el futuro de la alicaída economía nacional a sabiendas de que cualquier respuesta honesta incluiría forzosamente la palabra maldita “ajuste”. Hablar de disciplina fiscal y la necesidad de poner fin al derroche insensato suena muy bien, pero en la práctica la estrategia insinuada por los voceros opositores significaría el despido de decenas de miles de empleados públicos superfluos, la eliminación de una multitud de subsidios destinados a proteger a la clase media y a los “estructuralmente” pobres de los rigores del mercado además, desde luego, de una devaluación fenomenal. Sería cuestión de un nuevo Rodrigazo, de golpe o a cámara lenta. Aunque para no correr el riesgo de verse acusados de comulgar con la horrenda herejía “neoliberal”, los dirigentes opositores afirman que se trataría de un ajuste, apenas perceptible, blando y gradualista, sería de suponer que entienden que ningún gobierno futuro contaría con el tiempo y el apoyo social que requeriría para obrar de tal manera. En la Argentina, los encargados de “ajustar” después de un período de alegre despilfarro populista no son los políticos, aunque algunos, como los líderes de la Alianza de Fernando de la Rúa, han intentado hacerlo, de tal modo asegurándose un lugar entre los malos de la historia nacional, sino los mercados. También cumplen dicha función los mercados en los países desarrollados, de ahí el temor a que en cualquier momento estalle una nueva crisis financiera como la que tantos destrozos causó hace casi cinco años.

JAMES NEILSON


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